Tsuyu
A Misumi la mató aquella tormenta temprana de una tarde de mediados de mayo. Faltaban aún dos o tres semanas para el tsuyu, la temporada de lluvias; pero hacía más calor de la cuenta y el cielo se había ido enturbiando…
Estaba en casa, lavándose las manos. Fue a cerrar el grifo del lavabo cuando algo súbito -la luz cegadora, el estruendo imposible- desgarró la existencia ahí mismo… O muy cerca. Tanto, tan cerca: demasiado para no llevársela consigo.
El día del funeral, Kinako me cogió del brazo. Iba elegante con su vestido blanco ribeteado de negro, un sombrerito a juego, las gafas oscuras escondiendo los ojos. Temblaba; creo que no era la única. No nos dijimos una palabra. Me habían advertido en confidencia que ella había estado presente allí, en el fin de todo: vamos, cuando cayó el rayo. Aún hoy, no sé cómo ni con qué conseguía aferrarse a la cordura. Sé que yo me sentía marchito. Seco y también vacío: la alegría ingenua y ligera que antes me llenaba se había esfumado.
Los viejos muchachos, Nishío y Yaruda, miraban silenciosos al suelo. Si en algún momento levantaron la vista, se les hizo borrosa y volvieron a bajarla.
Después,
un coche vino a por Kinako. Me quedé
mirando cómo se alejaba hasta que lo perdí de vista.
No sé
si fue Yaruda el que propuso ir a tomar una copa, a brindar por Misumi; por el
honor y la felicidad de haberla tenido en nuestras vidas.
“Por
Misumi, que de martes a domingo trabajaba de uniforme vendiendo gofres en el
mostrador secundario de Té, Zumos y Pastelitos Hipparo”.
“Por Misumi, que se autoproclamaba escritora y se acercaba los miércoles
por la tarde a la sesión del Club de Autores Noveles Kammamuri a leer sus propios
cuentos o sus poemas y a oír, encantada, los de los demás”. “Por Misumi y su sonrisa, siempre chispeante”. “…Misumi, llena de ingenio y siempre dispuesta a cantar contigo en el karaoke,
por muy difícil que fuese la canción que los demás te hubiesen elegido…”
Misumi:
tan joven, tan llena de…
No. Me excusé de cualquier manera y me fui.
No
tenía ganas de hablar con nadie ni de escuchar a nadie… Ni de soportar la
tristeza de los demás. Apenas podía con
la mía.
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Me
volqué en la rutina. Dormir lo que
pudiera, levantarme por las mañanas y acudir al trabajo: al pequeño restaurante
de mi tía, en el puerto.
Para
poder asistir al funeral, en su momento hube de contarle lo de Misumi y que
necesitaría librar unas horas. Puso cara
de preocupación y me preguntó si me encontraba bien y si necesitaba tomarme
algún tiempo más, tiempo para mí…
Imagina.
Le
aseguré que no hacía falta.
Me
tenía de camarero (y hasta de chico de los recados de cuando en cuando) y no me
pagaba por semana lo que se dice mucho, mucho; pero me trataba bien.
Alguna
vez vino a preguntar en voz baja…
-¿Pensando
en aquella chica?
-¿Qué?
-Parecías
triste…
Y yo
cambiaba de tema:
-¿Aún
no han traído el pedido de la frutería?
-No,
pero…
-Casi
mejor me acerco.
-¡Hiroshi…!
Además,
el restaurante me gustaba. Teníamos
horario de mediodía y horario de tardes, exclusivamente para comidas y cenas:
muy a la europea, al gusto de tantos turistas.
Al poco, llegó junio y con el calor y la humedad del verano menguó la cantidad de gente que se acercaba hasta allí a comer… Pero mi tía decía que era la época más importante del año: a pesar de las lluvias, se esmeraba en dar un servicio exquisito a cualquiera de nuestros clientes. Y elegía música de fondo aún más bonita y evocadora y sacaba los mejores manteles y compraba vajilla nueva pintada con la paleta de colores de la última moda (o eso aseguraba).
Todo
era ligeramente más agradable: más tranquilo y hasta se diría que con más clase… Desde la cocina llegaban olores suculentos y
platos donde la comida era una pequeña obra de arte: y la gente sentada a las
mesas, dentro del local, hablaba bajito o reía; o, quizá, callaba para mirarse a
los ojos.
Mientras,
fuera llovía. A ratos más, a ratos menos:
las mesas y las sillas de la terraza, en apariencia abandonadas a la
inclemencia de los bordes gastados del monzón.
O escampaba. Y, más tarde, volvía a llover.
Pasado
el rato, la gente acababa de comer y charlar, pagaba y se iba. A su hora, ya no quedaba nadie. Mi tía nos hacía cenar a sus tres empleados,
lo primero es lo primero…
Y
luego tocaba recoger, fregar, barrer. Yo
por lo general me quedaba el último, a poner a resguardo las sillas y las mesas
de la terraza… Y a sentarme en el
pequeño bancal junto a la puerta ya con las luces del local apagadas. A mirar la lluvia y escuchar el mar.
A
veces mi tía se quedaba un rato más conmigo: yo fuera, ella en el mostrador
junto a la caja registradora, pasando las cuentas.
Otras,
me decía: “Para algo tienes las llaves”.
Y me daba las buenas noches y me dejaba solo. Esto iba ocurriendo cada vez con más
frecuencia.
Nishío
y Yaruda se habían cansado de mandarme mensajes, de intentar quedar conmigo
para salir un rato por ahí. Me punzaba
un poco la culpa, pero lo cierto es que no estaba de humor para algo así… Y menos, para retomar la última conversación
que tuvimos: la de la pérdida de Misumi (tan dolorosa, tan reciente).
Una
noche –creo que era un jueves-, ya solo y con las luces del local apagadas,
decidí pese a todo tomarme esa copa que propusieron los muchachos el día del
funeral. Me serví menos de un dedo de
licor en un vaso pequeño y salí al
bancal de fuera, a resguardo de la lluvia bajo el toldo del restaurante…
(Había
sido una buena tarde: con el sol dando un respiro, para variar. Hasta habíamos tenido clientes en la terraza. Ay, todo se pasa).
A la
luz escasa de la farola cercana, miré a la oscuridad del mar y al fino perfil
de bombillas del otro lado de la bahía y hacia la lluvia y la noche y me
esforcé por brindar en voz alta:
-Por Misumi. Por la muchacha que me tildaba de poeta, pese a no gustarme la lectura.
Y a continuación, incapaz de contener la emoción:
-Por Misumi, que la última vez que me vio tuvo la ocurrencia de regalarme un beso…
Ahí, la voz se me quebró.
Y sí, tenía
la intención de beberme aquello. Pero no
llegué a hacerlo.
Pues pasó
una racha de brisa, que sentí fría… Y me
percaté de algo por el rabillo del ojo, algo que me hizo volver la cabeza…
Una
mujer joven, sentada en una de las sillas de la terraza (apartadas junto a la
pared hacía ya un rato). En total
silencio.
Nuestros
ojos se cruzaron apenas un instante. Se
le escapó una sonrisa breve, una encantadora.
A mí…
Lo que se me escapó fue el vaso de entre los dedos. Se me fue al suelo, donde se hizo añicos.
Y un
escalofrío me recorrió la espalda.
-Misumi
–musité.
Misumi,
desde luego. Una presencia frágil con un
fino halo de claridad a su alrededor.
Como si no estuviese ahí, no del todo.
Y yo no
podía dejar de mirarla.
Pero
ella desvió la mirada y frunció el ceño un momento. ¿Qué…?
Entonces
lo vi.
Un
libro.
Una
novelita de bolsillo que alguien había dejado tirada -a saber si abandonada o
por descuido- en el suelo. Estaba bajo
otra de las sillas de la terraza.
Parecía
interesarle. Mucho.
Ella me
miró apenas un momento, no necesitaba más. Y vi ese
toque de picardía en sus ojos: el que tenía cuando tramaba un plan, justo antes
de volver la mirada de nuevo hacia el librito perdido.
Entendí lo que tocaba. Y recuerdo que pensé: “Bueno; de todos modos, esto ya no puede ser más raro…”
Me
acerqué hacia ella para recoger el libro del suelo. Miré al fantasma y casi me pareció que
intentaba contener una sonrisa traviesa.
Sacudí con la mano las cubiertas de la novelita, la abrí para echarle un
vistazo…
-No te
vayas, ¿vale? –le dije. Y entré rápido a
dar la luz más cercana, suficiente para empezar a leer. –Capítulo Uno…
De
repente, me prestaba toda su atención.
Como
si no hubiera nada más importante en el resto del mundo, leí en alto para
ella. A nuestro alrededor, sólo la
noche, la lluvia sobre la acera del espigón y el mar. A veces, yo levantaba la vista y la veía a
ella mirando al libro; y, más raramente, mirándome a mí. Callada, concentrada. Y disfrutando…
Le leí
un buen rato, quizá una hora. Hasta que
volví a levantar la vista y ella había desaparecido.
-Hasta
mañana –se me escapó.
Quité
los cristales rotos con escoba y recogedor, qué remedio. Y hasta vertí una jarra de agua sobre el suelo para quitar el olor
pegajoso del licor. Quizá al día
siguiente tocara confesárselo a mi tía: “Anoche rompí un vaso pequeño…” Supuse que me miraría inquieta y luego acabaría por dejarlo correr.
La
noche siguiente, el fantasma de Misumi volvió.
Y, de nuevo, leí para ella.
Y la
noche que vino después, y la otra, y…
Algunas
veces, ella no aparecía. Solían ser
noches sin lluvia, pero no siempre. Y yo
rabiaba y me impacientaba y me iba al fin a casa, frustrado, tirando de la bici
a pie y vestido con mi impermeable de plástico transparente (una de esas cosas
que te hacen preguntarte: “¿Para qué, si
llego empapado igual?”).
Tras
unas cuantas noches, llegué al final de la novelita de bolsillo.
Aquello
-sea lo que fuese lo que quedase de Misumi- me miró a los ojos, me ofreció
apenas un atisbo de sonrisa prudente y dulce y se limitó a susurrar: “Gracias,
Hiroshi”.
Y
desapareció.
Esa
noche no llegué a conciliar el sueño. Le
daba vueltas una y otra vez: quería estar seguro -totalmente seguro- de que
ella me había hablado. De que la había
oído, de que me había reconocido y me había llamado por mi nombre…
Hasta
el agotamiento.
Con
las primeras luces de la mañana, una idea fue tomando forma tras mis ojos
enrojecidos.
Muy
poco rato después, toqué el timbre de la casa a la que no pensaba volver
jamás. Se abrió la puerta…
-¿Hiroshi?
-Hola,
Kinako.
Me
hizo pasar.
-¿Qué
solía leer Misumi? ¿Cuáles eran sus
libros favoritos?
-Hiroshi,
¿qué..?
-¿Me
prestarías alguno?
-Yo… Mi turno empieza a las siete y media. Debería estar ya de camino.
-Es
por Misumi.
Ella
bajó la cabeza y resopló, cansada. No
podía permitirme perderla…
-La
tengo siempre presente –porfié- y cuando acabo de trabajar, leo un rato. En voz alta, ¿sabes? Para que me oiga. Para que sepa que ya le hago caso.
Un
destello de comprensión asomó a su rostro.
-Ah. Es aquello de “…deberías leer, te acabaría
gustando…”.
¿Qué
le iba a decir?
-Justo. Eso es.
Y… Prefiero que le guste a ella
también, ya puestos.
A
Kinako se le escapó una sonrisa impaciente.
-Qué
cosas tienes. Bueno, es… Un detalle muy bonito por tu parte.
-¿Entonces…?
Kinako
es enfermera. Es lista –mucho más que
yo- y sabe tratar a la gente. A veces,
es mejor seguir la corriente: terminas antes…
No sé, imagino que pensó algo así.
-Un
momento –me pidió. Y entró en el viejo
cuarto de Misumi. La oí trastear con
algo, quizá libros en un estante…
-Toma
–dijo al salir. –Éste lo tenía en la
mesilla. Supongo que no lo llegó a
terminar.
Un
marcador sobresalía a mitad de libro.
Misumi solía contar que sólo leía lo que le gustaba; que abandonaba los
libros que no le hacían gracia…
-Es
perfecto. Muchas gracias, Kinako.
-Cuídate,
Hiroshi.
-Claro. Tú también.
¡Y gracias otra vez…!
Salí
zumbando escaleras abajo, el tesoro que era aquel libro bien aferrado en mi
mano y contra mi costado.
Al
mediodía, mientras andaba ocupadísimo sirviendo mesas –el día se sujetaba por
el momento y teníamos el restaurante lleno- me llegaron un par de llamadas que
dejé pasar.
Las
miré más tarde. Las dos de Kinako.
¿Quizá… Le habían entrado dudas? ¿Acaso quería recuperar el libro de Misumi?
Ni
hablar. Me hice el loco, como si no
hubiese visto las dos “perdidas”…
Me
volvió a llamar ya más avanzada la tarde.
Yo, ni caso. Y después recibí un
mensaje de Nishío, que me explicaba que Kinako le había preguntado por la
dirección del restaurante y terminaba con un ligeramente inquieto “¿…Todo
bien?”
Pobre Nishío.
“Sí,
tranquilo. No te preocupes. Te debo una”.
Dudé
un instante. Pensé: “Y cualquier día, se la
cobra”.
Nah. Qué tontería.
Claro que sí, debería quedar con él.
Y con Yaruda. Bueno, aún no.
Pero… Pronto. "Un día de éstos", me dije.
"Enviar”,
click.
Yo volví
al restaurante; y la lluvia, a cerrar el día. Serví cenas.
No mentiré, se me hizo más largo que otras veces. Me moría de ganas de acabar y quedarme solo.
Al
fin, me senté en el pequeño bancal junto a la puerta del restaurante -las gotas
rizando los minúsculos charcos en la acera- y saqué el libro de Misumi.
Ahí… Creo que tuve una inspiración. En vez de arrancar por donde señalaba el
marcapáginas, busqué el capítulo anterior.
-Había
llegado el momento de la verdad. Sacó la
pesada llave de hierro y trató de abrir la cancela de la verja de hierro que
guardaba la entrada al laberinto… -dije en voz alta.
Al
instante, el fantasma de Misumi apareció en la silla que le había
preparado.
Paré
apenas lo justo para recuperar el aliento, tras la impresión. Y ella me miró con un “Venga, ¿a qué estás esperando?” escrito en sus ojos.
Sí,
seguí leyendo. Con su atención, la
complicidad de la lluvia y al amparo de la noche. Y no habría transcurrido mucho rato cuando oí
pasos…
Kinako.
Estaba
ahí, a tres o cuatro metros; de pie, tapándose la boca fuerte con una mano en
un esfuerzo por mantener el control (y los ojos espantados, muy abiertos).
Nos
había visto. Y ahora, el fantasma de
Misumi la miraba.
Sin
mediar palabra, me levanté despacio, puse una silla al lado de mi bancal
–protegida bajo el toldo- y le invité a ocuparla con un gesto. Me senté y continué leyendo.
Kinako
tardó un par de minutos en procesar aquello lo suficiente como para cerrar el
paraguas, acercarse cautelosa a la silla y sentarse. No importaba.
La chica espectral parecía absorta en la historia y apenas le prestaba
atención.
Terminé
un capítulo nuevo y luego otro y, justo entonces, me pareció oír un mal ahogado
respingo por parte de Kinako; y al levantar la vista, la figura etérea de
Misumi ya no estaba allí.
Durante
medio minuto, nos quedamos quietos y en silencio. Sólo se oían la lluvia y el mar.
-Ella
estaba… -dijo al fin Kinako, señalando la silla vacía que ahora teníamos
enfrente.
Negué
con la cabeza.
-Lo
siento. No me hubieras creído.
La
invité a pasar al interior del restaurante, encendí unas cuantas luces y
preparé té. Hablamos. Creo que, sobre todo, escuchó. Aunque, cómo no, tenía preguntas.
-¿Viene
todas las noches?
-No. Muchas noches, pero no todas. A veces, no está… Empiezo a leer, por si eso ayuda. No siempre.
Si no viene, al día siguiente repito el mismo capítulo.
-¿Para
mantenerla interesada?
Me
encogí de hombros.
-Es lo
que hay.
-Pero… ¿Por qué el delantal y el ros del puesto de
gofres?
-Qué sé
yo… Suele cambiar de aspecto. ¿Lo de hoy?
La segunda vez.
-¿Crees
que lo hace a propósito?
-Sería
muy propio de ella, ya sabes. Pero, si
te digo la verdad… Ni idea. Ya no pregunto. Sólo leo.
-En el
corazón de la lluvia…
-O en
la lluvia dentro de mi corazón –se me ocurrió.
Agh, le hago demasiado caso a mi tía. -Pero ahora no duele tanto.
Ella
se mordió el labio inferior y, con la mirada baja, asintió un par de veces.
Desde
entonces, cada tarde –al acabar su turno en el hospital-, Kinako se acercaba al
restaurante. En cierta ocasión en que
llegó demasiado pronto, para su apuro y mortificación mi tía se empeñó en
sentarla a una mesa y sacarle algo de cena.
A mí me dio la risa, claro…
Y tras quedarnos solos, se sentaba a mi
lado y yo cogía el libro y leía… Mientras
la lluvia hacía avanzar la noche y el mar alrededor de Japón se lamentaba con el romper de las olas que acababan muriendo en los grandes bloques de
piedra al pie de nuestra acera del puerto.
En
diez sesiones, terminamos aquel libro para Misumi.
El
fantasma se levantó y con excelentes modales, me susurró de nuevo un
“Gracias”. Se giró hacia Kinako –que,
emocionada, no podía contener las lágrimas- e hizo lo mismo.
Y
desapareció de la vista, como tenía por costumbre.
La
noche siguiente, Kinako volvió con uno de los libros favoritos de Misumi,
manido y lleno de apuntes: notas, ideas, dibujitos, deseos…
La
lluvia seguía cayendo y yo leí. Leí con
tantas ganas como pude.
Pero
el espectro no apareció.
-No
importa: probaremos mañana. Seguro que
antes o después… -dijo Kinako.
Pero
no.
Cada
noche, con lluvia o sin ella, yo leía y Kinako me acompañaba, escuchando sin
atreverse a interrumpir el relato ni una sola vez.
Y ni
rastro del fantasma de Misumi…
Acabó
julio, llegó agosto. El tsuyu había resultado algo más largo que
otros años, pero las lluvias se fueron haciendo más y más escasas.
Una
noche, mientras leía, me dio por levantar un momento la vista. Había una luna, llena y preciosa, que se
reflejaba en la oscuridad de las aguas negras hasta el horizonte.
-No va
a volver –se me escapó en voz queda,
sólo para Kinako y para mí.
-Pero…
-No
sé, Kinako. Quizá sólo quería saber cómo
acababa aquel libro que se dejó a medias.
Kinako,
frustrada y cansada, suspiró.
-Puede,
sí. Quizá tengas razón.
Me dio
un par de palmadas suaves en el hombro y acabó dejando la mano ahí.
-Gracias,
Hiroshi –dijo, mirando para otro lado.
-Gracias por querernos tanto.
Asentí
en silencio mientras los ojos se me enrasaban y le devolví este último
libro. Ella lo tomó, se levantó y marchó
sin añadir nada más.
La
miré irse, espigón adelante, el libro cogido en un abrazo. Casi la había perdido de vista cuando se
volvió y... No estoy seguro, creo que
forzó una sonrisa y me dio un adiós torpe con la mano.
Se lo
devolví.
La luz
de las farolas del puerto falló un momento. Para cuando dejó de parpadear y volvió a comportarse...
Estaba
solo. Me sentía… Exhausto, sí. Pero más en paz de lo que lo había estado en los últimos dos meses.
Saqué
la bici, cerré las puertas del restaurante y me fui a casa.
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Hemos
llegado a los primeros días de octubre.
El aire es fresco, al fin; y el sol brilla en lo alto en esta
maravillosa mañana. Kinako y yo hemos
aprovechado nuestro día libre para ir a dar un paseo por el parque, las copas
de los árboles aún llenas de hojas de vivo color amarillo.
Nos
sentamos en un banco. Kinako abre su
libro y me lee durante unos minutos.
Luego, es mi turno.
Al
poco, cerramos los libros y nos olvidamos de ellos para el resto del día.
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Tsuyu © 2025 CARLOS PUEYO MONTAÑÉS