Lluvia.

Me gustan los días de lluvia.  Bueno, lo que me gusta es que el tiempo cambie.  Nada de pegarse cuarenta días seguidos de sol o dieciocho de niebla: en cuanto a las travesuras de la atmósfera baja, soy de los que opinan que en la variedad está el gusto.

Hoy, no tanto.  La lluvia, quiero decir.  Me moría de ganas de salir a andar, un paseo largo de esos que cruzan el callejero viejo y roto que guardo doblado en la balda del taquillón que antes servía de base al teléfono de casa (lo que la caprichosa modernidad ha acabado por etiquetar como "un fijo".  Me temo que, a la larga -quien más, quien menos- todos seremos eso: "fijos".  Escasos y repetitivos en el poco fiable registro de la memoria, ay).

Pero últimamente la lluvia manda.  

Hay que resignarse, quizá incluso saludarla con una sonrisa.  Pese a los inconvenientes que suponga para el día de cada cual.

Lluvia, bendita agua.  Fría en el rostro, los hombros y la ropa mojada.  ¿Os habéis calado del agua de un chaparrón alguna vez?  Cualquier atisbo del estúpido orgullo humano se disuelve entre la ropa empapada que se pega al cuerpo; en el escalofrío inesperado e inconveniente, en ese instante en que la verdad se impone.  "No eres nada," nos dice.  "Nada más que algo indefenso bajo la lluvia".

Ya, ya.  Paraguas, impermeables, ya.  A veces, cuando te has parado a pensar.  No siempre.

Los críos se meten en los charcos con sus botas de goma.  Caminan, saltan, chapotean.  ¿Para qué sirven esas botas, si no?  Jugar, salpicar; vadear dejando una estela de ondas rotas, de interferencia entre fugaces huellas circulares: "Aquí acabas de estar; por ahí has venido".  Otra clase de mapa, uno efímero en la superficie líquida.

"Días de lluvia".  Titularon así un álbum recopilatorio de las tiras de Calvin y Hobbes (¡geniales!) y no me extraña.  Todo el mundo tiene, antes o después.  

Hubo un tiempo, miles de años atrás, en que el Sáhara era una pradera verde.  ¿Lo imagináis?

Bailaba Gene Kelly bajo la lluvia y daban ganas de bailar con él.  La lluvia -ajena a nuestras cuitas- llenando el escenario de la felicidad de alguien recién enamorado; una luna de miel personal, para uno (un "Hasta mañana", un beso, el mismísimo cielo) y la promesa de la siguiente, compartida y tan cercana...

Triste la lluvia de la primera hora de la tarde de un domingo de otoño en el pueblo: nadie en la calle más que yo.  El humo de las chimeneas de cada casa escaso, claro y roto.  El suelo -brillante, irregular y en pendiente- recorrido por los riachuelos caprichosos del agua recién caída, siempre en busca de un lugar más bajo: uno más allá de los muros toscos de los huertos, hacia el curso del río Agonías.  No quedan a la vista pajaricos del río ("lavanderas", los llamaría mi amada tantos años después).  Y pronto, el momento de marchar.  De vuelta a Zaragoza...  Que, para qué repetirlo, ¿verdad?  Pero es nuestro destino -el mío, también- hacerlo: a Zaragoza...  O al charco.

Bajo los ochenta y un escalones trotando, como era mi costumbre; y, al llegar al portal, de repente, a un lado la figura de una mujer menuda con un abrigo gris y gafas oscuras.  Doy las buenas tardes, que para eso a uno le han insistido en los buenos modales, y me pregunta dónde voy.  "A dar una vuelta bajo la lluvia".  Y ella, claro, comprende al instante:  "Ah, un chico jovencito..."  Incómodo, me despido farfullando algo amable y salgo a la calle, dejándola con su sabiduría y su espera. 

Triste la luz a través de los ventanales de la biblioteca vacía, allá en el cuartel, al final de una mañana de invierno.  Luz de día de lluvia, yo meditabundo y mirando afuera; la tela basta y gastada del uniforme también cálida y cómoda, parte de un hogar distinto.  Silencio.

Volviendo en su día del trabajo, de la escuela...  Trombas de agua en carretera, cuando es tanta que ciega y es necesario buscar refugio.  Lo he contado alguna vez.

Agua en medio de un vendaval en el centro de la ciudad, me deja sobrecogido y fascinado por su furia.  Protegido (o eso espero) por una columna en los porches de Independencia y sólo uno más entre una pequeña multitud pillada por sorpresa por la tormenta inesperada (tan rápida ha crecido...).  Sobre nuestras cabezas, los pesados faroles de hierro oscilan. Hay quien, con miedo, se ha subido escaleras del cine Palafox arriba buscando más protección, una que se siente incierta.  Un puñado de sillas de plástico -de las de velador y tertulia- se deslizan veloces sobre cinco dedos de agua hacia Plaza España (aquí, tantas veces, damos por supuesto el "de") llevadas por el viento.  Un hombre con un delantal blanco corre tras ellas, pero son muchas y le llevan tanta ventaja...

Paro ahora un momento y miro por la ventana.  Apenas cuatro gotas perturban, discretas, los charcos ahí afuera.  Algo más de luz quiere aclarar el gris allá en lo alto...  Ah, no sé.  No me fío.  La apariencia de una tregua, quizá.  Las ramas de los árboles, aún verdes y llenas de hojas a mitad de octubre, se mecen con suavidad, acunando mi ánimo. Y... Esperad: acabo de darme cuenta.  Hoy es 17, ¿no?

¿Qué más?

Canciones de lluvia.  

Mientras escribía esto tenía de fondo el "East of the Sun, West of the Moon" de A-Ha.  Un gran álbum, os lo recomiendo. Lo he puesto pensando en la canción que lo abre, "Crying in the rain", tan bonita...  (y en la penúltima, "Rolling Thunder": una suerte de extremos, como los sujetalibros pero en música).  

Puestos a sugerir otras...  Hay montones y muy buenas.  Me gusta "It's raining again", de Supertramp (en su álbum "Famous last words").  "Have you ever seen the rain?", tanto la original de la Creedence como la versión que grabó Bonnie Tyler (suena, ya os lo imaginaréis, desgarrada y llena de fuerza).  "Here comes the rain again", de Eurythmics" (otra gran voz, la de Annie Lennox).  "The rain is falling", del disco "Time" de la ELO...   Y todo el disco entero, que es uno de mis favoritos.  "Red Rain", del "So" de Peter Gabriel: tres cuartos de lo mismo...

Perdonad.  Se me ha ido la pinza cinco minutos con esto de la música.  Suelo escucharla con cascos, que los vecinos no tienen la culpa de que a mí me guste esto o lo otro.  

Y especialmente en un día como hoy, ¿no es justo lo que toca?  Algo íntimo con lo que envolverse.  Quizá también os acerquéis a una ventana a ver llover.  Y luego, os recojáis en un vuestro rincón preferido (con vuestra chaquetilla de andar por casa y vuestras zapatillas blanditas) y os sentéis a leer.  A descansar, apenas audible la lluvia en los cristales.

Ojalá tengáis esa suerte.  

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