A falta del señor Himura.

 



Han venido a contarme que ha fallecido el señor Himura.  Y he pensado que el mundo, tan banal y mezquino, no merecía la luz que acaba de perder.

No era un hombre, aunque en alguna ocasión lo vi como tal.  Con esos ojos suyos de un azul tan claro que resultaba imposible y la pupila diminuta…  Igual, igual que mi tia Kaizo, la loca.  Así eran sus ojos a la luz del día.  ¿Por la noche?  No conozco a nadie que se hubiera atrevido a afrontarla entonces.  Ojos que te hacían desviar la mirada; por lo general, bajarla.  Demasiado intensos, demasiado.  Para cualquiera.

No, era otra cosa.  Algunos dirían que un dragón, pero claro: por culpa de la falta de claridad que nos envuelve y, por desgracia, nos define.

El señor Himura era una serpiente de agua, de agua de sal de mar.  Antigua, sabia, vencida por la compasión.  Quizá, cuando se es tan viejo, no cabe otro punto de vista.

Compasiva, sí.  Y, por el precio de un cesto de melocotones en punto de sazón –ni verdes ni pasados: la fruta, como ha de ser- daba consejo a escondidas en un rincón poco frecuentado en la periferia del puerto de Osaka.  No a cualquiera: sólo a los necesitados, a los tristes, a los perdidos.  Pues hacía falta humildad para pedir su ayuda, tanta ayuda…

Una vez estuve en el muelle al pie del cual solía presentarse: una plataforma de tablas viejas e hinchadas por la humedad, fuera de la vista de intrusos incapaces de entender.

Y no os extrañe lo de la fruta.  En su medio, en el mar que viene y va -con las corrientes y las olas- ¿cómo encontrarla, su dulce y lleno sabor la misma promesa del cielo...?

Aquel día –y antes que a mí-, a una muchacha la mandó al aeropuerto: a presentarse sin condiciones ante su amor, el que pretendía coger un vuelo por sentirse insuficiente para colmarla como merecía.  Años después, un iluminado me contó en susurros febriles que aquella pareja seguía junta, feliz y próspera...

A una ancianita que lo había perdido todo, le dio –nunca lo hizo antes y nunca después- el número ganador de la lotería de esa misma noche y unas monedas (de manos de su intermediario y amigo, Neriku) para comprar el derecho a tener la oportunidad de ganarla.  Algo con que conseguir unos años de paz (“…Tan ansiada, tan merecida”, le dijo).

A mí me recibió y me habló bajo condición de guardármelo, algo sólo para mí: lo cumplí entonces y pretendo seguir haciéndolo hasta el fin de mis días.

Durante más de seiscientos años, los ecos de su prudencia y sensatez trajeron equilibrio a Japón, a los barcos que surcan el Pacífico, al Asia entera.  Sí, debéis saberlo: nos hizo mejores.  Nos permitió, con lo justo, seguir adelante.

Y ahora…

He tratado de estar incomunicado durante tres días: el móvil apagado, casi se diría que muerto.  Mi pobre persona, lejos de los lugares que frecuenta.  No sé si en el periódico me queda un puesto al que volver: lo más probable es que, a estas alturas, lo haya perdido.

Pero Seniichi me ha encontrado.  Sentado en un rincón del local abandonado, polvoriento y en penumbra que albergara años atrás la biblioteca de Sukonori, mi pueblo natal…  Y lleno de dolor, sin saber cómo afrontar siquiera el siguiente minuto del día de hoy. 

La he oído entrar: llamaba mi nombre (y yo callaba).  Pero ha insistido, buscando entre el laberinto de estantes de madera que otrora guardaran libros llenos de maravillas.  Al final, al encontrarme, se ha sentado a mi lado y me ha abrazado.  Y entonces, he roto a llorar.  Creía que sin consuelo posible, pero no…

Lo dijo el señor Himura: “…Te asombrará la sencillez con que este mundo ha de hallar el camino hasta tu corazón”.

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PD: Neriku ha venido a verme a las tres de la mañana a la redacción.  Me ha contado –parece que quizá algunos estamos en cierta lista de las confidencias y los secretos- que, tras el triste suceso de la pérdida de la Vieja Serpiente Sabia, los peces del mar (grandes y pequeños) mordieron su cresta y sus aletas y la arrastraron hacia aguas profundas, donde los carroñeros habrían de dar cuenta de ella hasta hacerla desaparecer. 

Y, durante un tiempo, hasta ellos serán más prudentes, más cautelosos, más amables.  Y el mismo mar se comportará no como la bestia terrible y sin miramientos que los dioses de antaño decidieron que fuera…  Sino como un largo eco del dulce, sonriente y gentil señor Himura, a quien Amaterasu guarde por siempre.

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A FALTA DEL SEÑOR HIMURA © 2025 CARLOS PUEYO MONTAÑÉS.


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