¡Sí, es el Día del Libro!

 


Les dio por morirse el mismo día...  O eso tengo entendido. 

Morirse, sí.  En un día de abril de 1616.  A Cervantes y a Shakespeare, dos de las luminarias oficiales (y, siquiera por una vez, con motivo) de la cultura occidental.

La excusa perfecta para montar el Día del Libro…  No, montar no: “celebrar”, se pondrá a la defensiva más de uno.  Vale, vale.  Paciencia.  Estoy, casi seguro, de vuestra parte.  Seguid un poco más conmigo.

La excusa, iba diciendo.  Para nombrarlo en las noticias de la tele, las que sacan a las tres de la tarde (o parecido) y se repiten a las nueve (o similar).  Como si hiciese falta justificarlo con efemérides, ¿verdad?

Siempre me ha gustado el Día del Libro.  Bueno; desde que era un crío, puestos a hilar más fino.

(Con los años me voy haciendo consciente de la trampa de los términos absolutos como “siempre” o “nunca”, tan resbaladizos y maniqueos ellos.  Procuro evitarlos, pero nanay: me salen de repente y a traición, zas, toma del frasco.  Ay). 

Me encantaba acercarme a los tenderetes que librerías y editoriales ponían en el paseo de la Independencia, aquí en Zaragoza; y disfrutaba de ese ambiente festivo, como de domingo (de primavera, encima) del día de San Jorge, patrón de esta tierra y tantas otras.  Me bebía la luz de la mañana y la luz de la tarde de aquella jornada…  A veces, soleada y bonancible; otras tantas, fría y áspera.  Quizá hasta con cuatro gotas o el familiar cierzo.  Pero no importaba.

Porque estaban ahí, detrás de las mesas.  Pese a las inclemencias del tiempo, sí.  Libreros, escritores, algún pequeño editor (o un par de agentes de una compañía bien asentada): ellos y ellas, con los ojos medio pegados a primera hora y -algunos, los más nuevos- con una sonrisa nerviosa, la ligereza de la alegría que va del brazo de la ilusión.  Ya sabéis: “Hoy va a ser un gran día”.  Y, bien expuesto, el banquete de portadas y hojas de papel llenas de sueños…

No me he acercado los últimos dos o tres años.  Las circunstancias: uno, que se publica como independiente y no sólo no se gana la vida con ello sino que carece del consuelo de tener libros en tienda física, no puede ser actor en esta fiesta; sólo invitado. 

Lo sé, eso ya es mucho y es estupendo.  Pero me vence cierta tristeza…

A ver, un pequeño párrafo de “penicas”: a ratos, con esto del Día del Libro me siento como si en lugar de escritor uno fuese futbolista y el mundo se hubiese puesto de acuerdo en que sólo hubiese partidos de liga una día al año (hoy) y encima la inmensa mayoría de la gente acabara por asistir sólo a los dos o tres encuentros que juegan entre sí esos cuatro, cinco o seis equipos que riñen en lo alto de la tabla de clasificación de primera división.  Yo, mientras tanto, jugando en un descampado: el césped, irregular (más bien tirando a inexistente) y me acaban de regatear.  Los dos o tres espectadores que pasaban por ahí aplauden el lance, tímidos.  Pues vale.

Ya está, ya me he desahogado.  Uf, qué alivio.  Perdonad.

Aquí toca hacer el inciso de rigor y explicarle al personal que sin los títulos superventas (es un decir) que tiran del carro (y para eso se construyen) cada temporada, el negocio editorial se habría ido al garete hace décadas.  Son NECESARIOS: o, como con esa palabra se entiende en Matemáticas, IMPRESCINDIBLES.  Es eso o adiós, libros.  Punto y aparte.

Luego está el resto de los libros.  Compitiendo con ferocidad, lo verán algunos; tratando de hacerse visibles como sea, dirán otros. 

Brotando como una flor más en un jardín o en medio del campo, me gustaría apuntar por la parte que me toca.    Una flor, nada más y nada menos. 

Y os parecerá más bonita o más fea, fragante o quizá apestosa, algunas con bicho dentro (y pasándoselo en grande).  Nueva y tersa, fresca, vibrante de vida.  Antes o después, se acabará mustiando.  Puede que la arranquen, que pierda las hojas o hasta que la pisen…

Algunas, no.  Se preservarán entre más hojas de papel: como un recuerdo amado, su leve aroma seco apenas perceptible.  Los clásicos de cada cual.

Los otros, los clásicos oficiales, los intocables…  Puestos a agotar la metáfora, son la Amaranta: la flor inmarcesible de la que hablaba Borges.  Son los libros que acaban en las bibliotecas públicas, nuestros particulares monumentos al deseo –imposible, febril- de alcanzar la inmortalidad…

Sí, inmarcesible es que no se pone pocha.  Tranquilos, estáis entre amigos.

El de los estantes de las librerías es un ecosistema complicado por una sola razón: la gente lee poco.  Hay quien no lee nada.  Ni el menú de un restaurante.  Es salir a comer fuera y…  ¿Habéis visto esas parejas, igual da jóvenes que mayores, que se leen uno a la otra (o así) si de primero hay fideos o sopa de cocido o pasta y acaban repitiendo (y si te descuidas, hasta discutiendo por ello) que no, que lo del arroz con chipirones fue ayer?

Algunos tuvimos suerte: aprendimos a leer con aquellos tebeos de los sesenta y los setenta de Bruguera y Novaro y de Vértice; con los Joyas Literarias Juveniles que nos acercaron a Julio Verne, a Emilio Salgari y Karl May, a Dumas, a Stevenson.  Además, nos pusimos hasta arriba de novelitas de a duro…

No sé si hay monumento a Corín Tellado (puede) o a Marcial Lafuente Estefanía  (que también).  Me refiero a algo físico, en piedra o bronce.  En este país en que tanto gustan los pedestales (literales, ja, y figurados), sería de justicia levantar alguno en memoria de toda aquella gente (tanta con seudónimos) que para ganarse la vida escribía una novela corta a la semana: una rápida, que se vendía barata y nos alegraba la existencia.  Y, ya puestos, de quienes discurrían y dibujaban aquellos tebeos que mencionaba más arriba... 

Aunque el monumento más importante, el que cuenta, está en casa de quienes los aprecian y los guardan y los siguen leyendo.  Lo demás suele acabar como mera fanfarria de políticos (y cortejo obligado de pelotas) a destiempo.

Hoy falta ese escalón de lectura popular, ¿no os parece? 

Y, pese a todo, tenemos a montones de gente que escribe cuentos infantiles y gente que los ilustra con una imaginación llena de color y sentido del humor y, sobre todo, humanidad a raudales.  También gente que pone, negro sobre blanco, sus relatos de misterio, de romance, de desesperación, de fantasía y de humor tronchante.  Son parte de la Resistencia; para mí, sí, con mayúsculas, como las de la segunda guerra mundial.  De quienes no se rinden a la brutalidad e indiferencia  de esta sociedad tantas veces torpe y burda y necesitada –sin saberlo, viven sin saberlo- de inspiración, de ideales capaces de ponerse de puntillas para alcanzar la luz de una estrella en medio de la oscuridad de la noche.  De almas sabias y corazones encendidos.

En este Día del Libro en que parece necesario vender la moto de que todo el mundo se va a acercar a mirar los tenderetes con libros (y no querrás perdértelo, ¿verdad, Vicente?) y cada compra se agradece quizá con rosas o claveles o hasta con verduras… 

Si puedes, sal a la calle.  Ve a curiosear por los puestos; vigila el bolsillo, que las multitudes son aguas revueltas para los pescadores de carteras ajenas…  Pero fisga, hojea y ojea, pregunta y charla.  Quizá algo te entre por el ojillo bueno y termines gastando cuatro perrillas en tu persona (dedicatoria de cortesía incluida) y volviendo a casa deprisa y corriendo, deseando tumbarte a leer.  Te lo deseo con todas mis fuerzas.

Y a quienes escribís, editáis, vendéis o simplemente leéis libros, revistas, cómics…  Gracias.  Gracias todos los días del año.  Y hoy, en particular.

Feliz Día del Libro.




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