No me ven.
No me ven.
Incluso si me tienen delante; ven otra cosa,
cualquier cosa. Su colección de etiquetas,
el reflejo de sus dudas, algo que ya tengan a medio procesar (y no, no soy yo).
No ven mi valentía ni mis miedos. No ven cuánto los he querido ni en qué
medida, si mucho o poco, los echo de menos.
No ven mi tristeza; no ven las ilusiones perdidas ni
lo frágil de las que quedan. No ven el
eje de piedra antigua a lo largo del alma encendida de luz. No ven nada.
No ven mi paciencia ni el largo tiempo de espera
prendido a mi espalda. No ven la
compasión ni la ternura.
Todo es borroso.
Mis virtudes; las imperfecciones y carencias que me lastran; mis
errores, que son míos y ni grandes ni tantos.
Mis pequeños logros…
Me oyen, creo. Pero no creo que escuchen, no como deberían: como yo mismo a los demás, supongo. El ruido ya ha dicho todo; el silencio, en ello está.
Todos solos, todos ajenos al resto. Vosotros, locos por ser parte del grupo; yo, por quedar aparte (y resguardarme en soledad).
Si me acerco, ¿cómo escapar del torbellino que os
rodea y me hunde? Si no, cuán lejos
quedo…
Una vida así.
¡TODA UNA VIDA!
Y aún no entendéis.
Ni la prudencia temerosa, ni la consideración de la otra cara de la
moneda, ni como repiquetea al caer al suelo.
Nada.
No me veis.
Y –casi seguro- tampoco os veo.