Empuja la canción.
Ocurre muy de cuando en cuando, sobre todo en mañanas de sol. Oigo cantar a alguien ahí fuera. Su voz, lo que canta y cómo lo canta… Me dice que oigo a un anciano.
Parece que esté cantando jotas. Pero…
Va solo, por supuesto. A capella. Le pone tanta fuerza como puede para llegar tan alto como puede y tan largo como puede. Tanto que se va más allá, mucho más: a territorio desconocido. Y ahí aguanta lo que aguanta...
Hay una especie de obsesión en la gente: como
si, para la jota, con echarle poderío fuese suficiente. Y se tira por ahí.
(Cantadla bajito cuando el momento importe y ya veréis como se emociona hasta el gato. ¿Me equivoco?)
Habéis de entender que, sea quien sea, me queda lejos. Apenas una voz apartada en el patio de luces (que se abre amplio, amplísimo hacia la avenida de San José). Hoy, el patio está lleno de luz; las hojas tiernas de un
verde nuevo e intenso del árbol que se yergue en medio alegran la vista a
cualquiera que se asome a la ventana.
Durante años, el espontáneo insistente me ha resultado -más que nada- una discreta
molestia. Hoy no. Hoy me parecido otra cosa. Me puedo equivocar, pero…
Y no lo puedo asegurar. A ver, quizá a ese señor le gusta cantar; le
gusta cómo se siente cuando lo hace, le gusta oírse, puede que hasta le guste cómo
resuena la habitación donde lo hace. O
le gustan las viejas canciones (o al menos algunas de ellas, que es lo que nos pasa a
todo el mundo: te gusta lo que te gusta. Y eso se queda durante años y…)
A lo que voy.
Sólo un hombre, un hombre probablemente solo. La voz tratando de sostener la nota que le toca. Empujándolas una a una: empujando la canción. Manteniéndola en marcha, en alto, que dure lo que debe…
Cantaba y callaba; volvía a cantar y a callar después y arrancaba de nuevo... Las notas, como digo, más largas, tanto como podía. Hasta que aquello ya no sonaba a jota, sino a otra cosa diferente.
Sonaba a él. Eso es todo. A su modo de decir "Aquí estoy".
Resistiendo.
Y me he visto (vale, "me he oído") a mí mismo en él. A mí, que no tengo voz como para ir
presumiendo. A mí, que lucho por llegar
a donde debo cuando quiera que me atrevo a abrir la boca y agarrarme a una canción, la que
sea; por lo general, una que me importa.
En el vacío que supone la indiferencia de los
demás.
No voy a entrar en que eran las diez de la mañana de
un domingo de casi vacaciones: casi seguro que ha despertado a más de un
trasnochador. Ya perdonaréis, pero me
hace sonreír. Y ha estado con lo suyo un
buen rato…
Hasta cansarse, imagino. O hasta perder la ilusión, que es lo mismo
que decir “hasta que la decepción de no importar se ha impuesto, fría y
grave”. O algo así.