Sí, es esa novela... Epílogo: una constelación de voces ajenas.
-Rebecca-
¿Mi
mejor recuerdo de Pam?
Fue hace unos cuantos años, en el consultorio. Había reemplazado la sonaja de la puerta con unos cascabeles que me regaló la madre de un niño perdido y encontrado la navidad anterior.
El sonido de los cascabeles tenía lo
bastante de tintineante como para distinguirlo de, no sé, una tuba o un reclamo
para cazar patos; pero era lento y espeso, como escuchar el sonido de una
campanita desde el interior de un tarro de cristal lleno de miel vieja.
(Es
vox populi que los restaurantes de comida rápida, e incluso según qué
peluquerías, tienen de fondo música machacona: un pumbapumba rápido y simple
que estimula a tragar tu bazofia a toda pastilla o a darle tu aprobación al
espejo pasando por alto esos escalerones que luego nos llevan por la calle de
la amargura hasta que -Oh Dios, demasiado tarde- el pelo vuelve a crecer).
Conque yo tenía mis cascabeles caracoleros para forzar al cliente a entrar despacito, casi cautelosamente. Eso me daba tiempo de esconder el vaso, la revista y hasta de encender la vela aromática.
Qué cosa tan bien pensada, la vela
aromática. Cómo ambienta, la tía.
Aquel
día el cliente me pilló con Pam, pero eso daba lo mismo. Me encanta hacer
pasar por ayudantes a mis amigos. Pone incómodo al cliente y saca de quienquiera
al que le toque el papel de asistente de la adivina el bufón torpe e inseguro
que casi todos llevamos dentro.
Era
un señor bajito. Los botones y los ojales de su americana no se habían
visto en algún tiempo; la corbata, perfectamente conjuntada con el resto, la
llevaba anudada un poco demasiado corta. Gafas gruesas, los pelos de la
cabeza no habían entendido bien a qué hora ni en qué lugar debían reunirse, una
pequeña insignia de plata en forma de corneta en la solapa izquierda.
-Mi
esposa me ha dejado -susurró como excusa por estar aquí.
Posiblemente huía del aburrimiento y la mediocridad. Podía entenderlo, pero también sentía lástima por ese pobre hombrecillo, ahora solo.
La soledad no es
cosa de risa. Suele venir mal acompañada con la tristeza, el
remordimiento y la duda. Suele tener mal final...
Y
aún me dio peor impresión cuando su mano tocó el mazo para cortar.
Mientras rebarajaba y tiraba las cartas, empecé a recibir flashes del pasado,
presente y futuro de aquel desdichado. Corneta de una banda del ejército
(para eso no hacía falta ser adivina, bastaba con mirarlo bien), timorato en
casa y en el cuartel, dulce pero sosito.
Y
entonces vi lo de los dolores que no le dejaban dormir, las pruebas
médicas. El diagnóstico de estremecerse aún en un sobre manila, en la
consulta del médico... Pero él, en el fondo, lo sabía.
Creo
que la costumbre le había enseñado a Pam cuando iban mal las cosas. Me
echó un vistazo de confirmación y entendió. Aún sin saber exactamente lo
que ocurría, fingió que le llegaba un trance y empezó a bailar y cantar
alrededor de la mesa de tarot. El hombrecillo no salía de su
asombro.
Todo
era "Los espíritus celebran jubilosos la suerte de este hombre" y
"Al fin se ha abierto la puerta a una vida mejor". Saltaba como
un cabritillo presumiendo ante su madre.
Finalmente,
lo abrazó riéndose, le dijo que lo envidiaba más que a nadie en el mundo y le
besó la nariz. Acto seguido, dijo que los espíritus le ordenaban acudir a
encontrar su Destino al café Ringapoor en la calle Ames, donde acudían todas
las jubiladas después de salir del Centro de Yoga de enfrente.
Y
en mi visión, ya completa, pude apreciar cómo se rifaban al hombrecillo antes
de pasar dos horas.
Siempre
he estado y estaré orgullosa de ser amiga de Pam Pecker. Pero aquel día,
con más motivo. Salvó la vida de ese hombre, durase lo que durase.
-Paulina Spadetta-.
Coleccionaba
desde muy niña las recetas de mi abuela. Era una cocinera increíble, mi
abuela. Era al sabor de la comida lo que un pintor de los buenos a la luz
y la paleta de colores.
Siendo
yo muy niña, me eligió para ser la heredera de su arte. Posaba sus manos
en las mías y troceábamos, revolvíamos, aliñábamos, amasábamos... Me
enseñó a ser una con sus gustos y sus movimientos.
Y eso es lo que me gusta: la cocina y de guinda, la repostería... Entre
cazos y cucharones me encuentro en mi salsa. Y soy buena; me lo dicen
mucho. "Si yo tuviera esas manos para los guisos y los pasteles, me
estaría llenando los bolsillos de dinero".
Fue
solamente un sueño durante muchos años. Hasta que Pam se metió en el
asunto.
Una
tarde, en La Urraca Nuclear, me hizo la misma pregunta que hace todo el
mundo: "¿Por qué no te dedicas a esto?". Porque no sabría
ni de dónde sacar el dinero ni cómo organizar el negocio. Y ya que tengo un
trabajo, pues en fin...
Pam
no dijo nada más en aquel momento.
Pero
meses después, cuando su propia vida despegaba como un cohete, se puso en
marcha. ¡Ya lo creo que se puso!
Vino
al Can Galán y me habló aparte. "Vamos a sacarle partido a ese don
que tienes", me aseguró. Me pasó cinco billetes de cien libras y me
pidió que preparase una comida de seis platos y una variedad de postres no
inferior a siete. "Para mañana domingo, en mi casa. La
presentación, la de siempre, por favor", concluyó.
Yo
no las tenía todas conmigo. El caso es que aquella noche tardé en
dormirme: fabulando, eligiendo platos deliciosos, los que mejor servirían a un
menú ideal. Y, secretamente, pensaba lucirme con los
dulces.
Al
día siguiente, me recogió Merrywee con su "Mini" y nos plantamos en
el apartamento de Pam. Me guiñó un ojo al entrar. La acompañaba una
pareja muy distinguida; a él me sonaba haberlo visto en la tele o algo así, y
la señora parecía una supermodelo recién retirada, una pelirroja de ojos verdes.
Me puse muy nerviosa, pero Pam tomó el mando y les vendió ahí mismo lo
suculentos que eran los manjares que iban a probar; les dio platos y cubiertos
y les hizo ir catando pequeños bocados de todo.
El
caso es que repitieron cuando pudieron y la señora, con una elegancia y una
amabilidad enormes, me rogó -realmente, esas fueron sus palabras: "...Se
lo ruego..."- que formáramos sociedad. Ellos se encargarían del
capital, el local y la promoción. La cocina, reían, estaba segura en mis
manos.
Así
empezó "Delicias de Spadetta".
Hoy
día, el negocio es mío. Con una participación remanente de los señores
DeMoors del 20%, tal y como se encargó de acordarlo Pam en aquel día
maravilloso.
He
olvidado cómo se desescama un tuátara. Tengo cosas mejores que enseñarle
a mi propio aprendiz.
-Phil-
Gracias,
Pam, por devolverme a Rebecca. Y gracias por darle a mi amada tu
compañía, tus raptos de sensatez y tus avalanchas de divina locura. No
veas cómo le brillan los ojos cuando habla de ti... A veces se muere de
la risa, otras veces se encorajina y se la ve orgullosa. Hay ratos que,
me parece, la vence la ternura. Y todo eso viene de la caricia que es
tenerte cerca. Gracias.
Gracias
por compartir con nosotros las mil y una anécdotas a las que parecemos estar
abonados cada vez que salimos de excursión. Tu compañía -y la de Ben- las
hicieron más estrafalarias y tronchantes, si cabe.
Gracias
por hacerme volver al año siguiente al Torneo de Matemáticas Recreativas.
Si no me hubiera enfrentado a aquel problema de los dos trenes y la vaca que
miraba hacia Glastonbury jamás se me habría ocurrido la solución más
surrealista, descabellada y sorprendente: la que demostraba el Teorema del
sabio del XVIII Rheinz Hurschlewitz, Marqués de FullMouth (y que nos permitía
ordeñar a la vaca mientras los trenes pasaban a través suyo, desfasados en
campos apenas visibles de universos paralelos). De ahí a figurar en los
blogs de los freaks del análisis matemático envuelto en piropos raros, un paso.
Y la mejor consecuencia: la Cátedra Honoraria de la Universidad de
Stuppore Heights. Fue como subir a lo más alto del podio del pensamiento.
Y
gracias por mi sonaja de conchas. Gracias por darle un ancla a mi vida.
-Rye-
Señorita
Pecker, tenía usted razón. Los del cásting se quedaron entusiasmados
conmigo. No entiendo por qué, pero les encantaron aquellas líneas
que usted me escribió. Y los silencios. Y las miradas esquinazadas
en su sitio exacto. Le juro que seguí sus instrucciones, no sé. Para
mí que lo bordé. Lo dicho, muy impresionados.
El señor DeMoors se pasó por el plató. Me saludó efusivamente. Creo
que es parte de los síntomas de recuperación de los pacientes tras un
hundimiento general por stress: confunden la cortesía con la
familiaridad.
De todos modos, lo encontré agradable. Y seguro que no me perjudicó a la
hora de conseguir el papel, con eso de que figura como productor ejecutivo y
tal...
Conque ahora soy Saksaconissem, el duro general persa. Es un papelito
corto, pero decisivo: por lo visto, soy el pedazo de *^¨Ç$%!! que hace
desmembrar al amigo del protagonista ¡y me van a dejar dar el latigazo al suelo
que encabrita a los cuatro purasangres!
Hoy
se lo he contado a los muchachos del solarium, allá abajo en Fiscott Inc.
No entiendo muy bien por qué, pero al abrir el pico la mitad de los agotados ejecutivos
ha salido corriendo. El resto se han
quedado tiesos, con el rostro congelado en una mueca de horror y tirando a
amarillo verdoso… Pero poco después me
han felicitado y hasta me han pedido autógrafos, y luego se me han
llevado de bares a los sitios más caros y esperpénticos que se pueda usted
imaginar.
Uno,
receloso, no dejaba de preguntarme si de verdad nunca había estado en Texas. Pienso ir mañana vestido con traje, botas
altas y un sombrero Stetson sólo por ver qué ocurre.
Me
alegró saber lo de ese libreto suyo para el guiñol. Qué
bonito, tan navideño: usted sí sabe tocarme la fibra sensible.
Aaaaaay....
Maldita
sea, es lo malo de ser un sentimental.
-Susan-
He
peinado perros como para pagar la llave del Cielo, pero sólo había conseguido
apalabrar la de un pisito en Islington.
Había
dado todos mis ahorros para la entrada. Al fin podría mudarme del
piso-patera que compartía con mi prima Szabel, la DJ imposible, su amiga de la
infancia Bubby (un inmenso valle de lágrimas capaz de bordar de memoria las
caras de los 127 personajes del culebrón "Pulpa caliente" a la que
era adicta desde el primer episodio, hace la friolera de diez años) y sus
cuatro hijos adolescentes infectados de acné de varios colores.
Por
desgracia, una compañía de comida para mascotas le hizo una OPA hostil al
holding al que pertenecía la constructora y, tras la absorción, se deshizo de la mitad de sus proyectos. La constructora no supo mantenerse a flote y se declaró en
suspensión de pagos. Adiós obra, hola juzgados. Resumiendo, si se
produjera un milagro, algún día podría recuperar algo de mi dinero (actualmente
en el purgatorio del capitalismo: los agujeros negros de los libros de
contabilidad intervenidos...)
En
esas andaba yo, mortificada por la frustración, cuando el Destino puso bajo mis
pies a la salida del Can Galán algo que había dejado por ahí un can menos galán
y más gañán. Patinazo, fiesta sorpresa en mi glándula biliar y casi una
hora de rabia desbocada, bastante borrosa en mi memoria.
Eso
sí, recuerdo que me gasté mis últimas 20 libras en vasos de helado de chocolate
y que me lié a arrojarlos iracunda contra las vallas publicitarias que
anunciaban la comida para mascotas. Uh, junto a las oficinas de dicha
compañía. Alguno acertó en la calvorota de un jerifalte voceras que se asomó
a ver qué ocurría y quiso darse el lujo de mentar a mi santa madre.
Pam
pagó la fianza y se ocupó de encontrar testigos, recibos y recortes de prensa
para el pobre abogado del turno de oficio. Salí casi ilesa de
aquello.
Días
después, alguien le estampó en la cara al voceras un plato de Menudillos
Enriquecidos para Dogos Enclenques. La foto del momento me llegó por
correo en un gran sobre manila, sin remitente. Enmarcada. Con una
dedicatoria escrita en la parte inferior con rotulador rojo: "Y esto
no acaba aquí..."
Para
hacerme olvidar, Pam también montó una fiesta en la Urraca Nuclear: "En
la calle y sin un chiste". Nuestra repostera oficial hizo pasteles
de sobra para darle un subidón de azúcar a todos los espectadores de una final
de liga, pero pusimos como precio por pastel un chiste y un beso. Acabé
enrollada con un fabricante de llaveros de cola de conejo falsa, una vez más de
moda.
Ahora,
mi suerte es otra. Gracias, Pam.
-Upton Fenimore-
Trabajar
en una funeraria debería ser algo tranquilo. Pero desde que mi prima Jill
se enteró de que me salté el turno y había dejado sola a mi pobre madre en el
hospital (para correrme una juerga con una go-go del club Starry Downs cierta
víspera de Año Nuevo), adiós.
Siempre
he admirado a las personas metódicas. También les he guardado un respeto fácil de
confundir con un terror rayano en la crisis epiléptica. Pues bien, Jill
se pasó aquella noche por el hospital con el ánimo de hacerle un mimo a su tía
favorita. No. Había. Nadie. Más. Allí.
Esperó
una hora: sonriendo, contando chismes intrascendentes, diciéndole lo guapa que
la habían peinado esa mañana.
Acto
seguido, salió al pasillo e hizo unas cuantas llamadas.
En
menos de veinte minutos, mi hermana Lydia estaba ahí, jurando en argot de
antiguo marinero fenicio y con un spray de pimienta por si -llevado por el
arrepentimiento- yo regresaba y los de Urgencias no tenían nada con que
entretenerse.
Jill
compró varias botellas de champán. Visitó casa por casa a mis compañeros
de la funeraria. Recibió pistas, bares donde buscar. Sonsacó a
camareros con acné con la precisión de un bisturí listo para explorar
territorios nuevos. Finalmente, encontró mi viejo Ford a escasos treinta
metros del Starry Downs, sumó dos y dos...
Hizo
fotos. Muchas.
Después,
se acercó y despidió a la chica con un gruñido. Snif.
Me
enganchó con mucha fuerza de un lugar muy delicado y apretó mientras hablaba
despacio y bajito. Rogué deseando la muerte, pero no llegó.
Prometí, prometí, prometí.
Y
al fin, ella soltó.
Los
moratones duraron quince días; y el dolor... ¡Me dejó una hipersensibilidad
permanente!).
Y ahora venía cada semana con sus cartones y el acero en la mirada, me hacía
salir corriendo al horno y molestar a los otros rompiéndoles el horario con la
excusa de que al jefe se le iba la olla y me mandaba a hacer limpieza.
Que pensaba pasarse, les juraba por las uñas de mis dedos de los pies.
Mi
familia me despreciaba. En la oficina y en el crematorio empezaron a
hartarse por mis idas y venidas y a tomarme tirria.
La chica del
Starry Downs volvió a Whoknowswhereshire. El dueño del local -apoyado en la sintaxis por un
matón lleno de tatuajes exóticos- me dejó claro que no volviera por ahí...
Pero
Jill no me dejaba en paz. Cada jueves, lo mismo.
Me
estaba volviendo loco.
Y
un día, lo dejó. Sin más.
Llevaba
casi un año sin dar señales de vida. Nada. ¿Qué estaría
tramando? Eso era aún peor que lo de antes.
Mi
tercera esposa, Minnie, me sugirió que dejara los ansiolíticos y me dedicara a
algo noble y edificante.
-No
sé. Podrías arreglar el jardín, Upton. Es un erial, la entrada de
la casa da vergüenza.
La
dulzura de las plantas. El suave crecimiento del verdor en la puerta de
mi casa. Flores... Sí, podía funcionar. Pero no me veía con
las fuerzas ni la habilidad para hacerlo solo.
Por
suerte, al comentarlo al día siguiente en el trabajo, el especialista en urnas
me pasó un número de teléfono. "Son muy hábiles", me
insistió.
Al
volver a casa, llamé a la floristería.
-Hablas
con Jill Fenimore.
Y
esa es la historia de mi primer infarto.
-Randall-
Creí
haber encontrado al hombre de mi vida. Pasamos un par de semanas de pasión loca
y entonces, me propuso una escapada a París. París, nada más y nada
menos. Se me iba la cabeza imaginando una escena romántica: de noche,
cenando en un velador al aire libre con la torre Eiffel al fondo, un rayo de luz
apuntando al cielo.
Pero
no. Durante el vuelo de ida, estuvo caprichoso e irascible. Y una
vez en el hotel, me dejó tirada y se fue él solo por ahí... No tenía ni
idea de qué estaba pasando. La primera noche, a la hora de la cena, bajé
al hall y lo encontré con unos amigotes que me miraban de medio lado y
soltaban... No sé francés, pero sonaba a desprecio.
Salí
de ahí corriendo y acabé llorando desconsolada, vagando perdida por las
calles. No sé cuánto rato duró aquello. Me quería morir.
Y
¿a quién me encontré?
A Pam y Ben saliendo de un restaurante. Acababa de producirse el
"boom" de Adivina mi cumpleaños y Ben iba de gira
firmando libros...
Me
acompañaron al hotel y subieron conmigo a la habitación a recoger mis
cosas. Pam le comentó al conserje que me iba para no volver. El
joven palideció, pero no replicó. En menos de diez minutos habíamos
salido de allí.
Me
instalaron con ellos. Pasamos horas charlando, contando tonterías,
riéndonos de las aventuras campestres de Rebecca y Phil (los clásicos de
siempre: la foto que tomó el asno, mantel de picnic con cesta sobre ciénaga
disimulada, ¿ha visto pasar un avestruz?, la cerca de madera infernal...) y por
fin se hizo de día. Mientras me lavaba los dientes en el cuarto de baño,
ellos hacían planes fuera...
Ben
salió en un vuelo hacia Estrasburgo unas horas después. Pam, no.
Ella se molestó en hacer las gestiones necesarias y poco después volábamos
hacia el noroeste cruzando el canal.
Nunca
olvidaré el momento en que vi los acantilados de Dover desde la ventanilla del
avión. Pam me apretó la mano y se limitó a musitar: "Ya estamos en
casa".
Roe Jiver-
Quedaban
menos de quince minutos para salir al escenario. Cuarenta y pico mil
almas coreando ahí afuera, cada una una pequeña llama de luz azulada en mis
ojos. Entarimador
me calentaba las entrañas releyendo las letras, "No te olvides de picar en
ronco al segundo estribillo, ángel mío".
Entonces
vi que estaba pisando un recorte de revista, un anuncio de cremas para el
cutis. Eran los ojos de Naisha. Me quedé helado. Y el mundo
se vino abajo.
¿Recordáis
la noche de la caída del vuelo 1191 sobre el lago Baikal? ¿El hundimiento de
aquella fábrica de cemento en la orilla del Mar Negro? ¿La marea de Krill
pintando de morado las playas de aquella islita del Índico? ¿Los perros
ladrando como locos por todo Benarés durante horas? ¿El cachalote muerto bajo
la mirada vacía de los moais de la Isla de Pascua? ¿El manto de hojas
secas y caídas de golpe en los bosques del norte de Europa?
La
gente ya no se atreve a hablar de ello, claro.
Pero
yo lo sentí, imparable como una cascada de fichas de dominó. No fueron
coincidencias.
Los roadies daban los últimos repasos a los efectos especiales del escenario. Nick andaba muy ocupado gritándole a un pesado de la discográfica sobre cambios de última hora en la lista de temas para esa noche...
Y Pam Pecker estaba también ahí, entrevistando a nuestro batería Lyman sobre sus proezas en el lanzamiento de piedras; picándole con la idea de conseguir un récord para los extras del DVD de la gira.
La tele cortó su programación habitual en todas las cadenas. Lo recordáis, ¿verdad? Lo hemos visto tantas veces... Las caras de los locutores empezaban a mostrar temor a medida que desgranaban la retahíla de desgracias; les llegaban una tras otra, casi cada minuto una nueva. No lo podían creer.
No
hacían más que citar las fuentes: tal agencia, tal compañía de radio o de
televisión, llamadas teléfonicas a miles... Alguno cedía al pánico...
Y
mis ojos clavados en la foto de Naisha, asomándose bajo las suelas de mis
botas.
Pam
vino corriendo hasta mí, me tomó las manos en las suyas. Vió el recorte.
Se agachó, hizo una bola crujiente y la tiró lejos.
-Roe,
no puede hacerte más daño. Vera está aquí, podemos ir con ella.
Todo está bien. Todo está bien, Roe...
Creo
que Pam Pecker salvó el mundo aquella noche. Porque, bueno, Naisha es el
mal. Y sabe servirse de nuestra gran debilidad: oh, tanto adoramos
su fría belleza...
Sackler el Tranquilo se puso las gafas
de sol sobre mi rostro. Salió bajo los focos y llenó el aire de notas
abrasadoras, lentas y dulces.
-Tía Myrtle-
Sesenta
y nueve libras tiradas a la basura.
Es
lo primero en que he pensado -el precio de la licuadora- cuando la estúpida de
mi amiga Ellen ha reventado la boda al pie del altar chillándole al novio que
si no era capaz de soportar la visión de un amorío de juventud sin ponerse a babear se
podía meter el anillo de diamantes por cierto orificio que no mentaré.
Temerarios, encended vuestra imaginación.
Ellen
ha acompañado el comentario arrebatándole la alianza al sorprendidísimo paje (un
niño de cuatro años llamado Albert que ha impedido la devolución del traje de
almirante de alquiler que vestía meándose a lo grande del susto mismo) y
dándole con ella al aguacatero debajo de la ceja izquierda.
Vale,
sí: la entrometida era yo.
No me culpéis. Aquel muchachito tan mono con el que ennovieté durante el verano de mis quince años no tenía pinta de ir a acabar con los bolsillos hinchados de dinero por la importación y exportación de frutas tropicales. Si al verano siguiente fallé a la cita por culpa de la varicela picatripas y el muy burro se encaprichó de Ellen, no fue culpa mía.
Y mira que me aparté y me juré no volver. Pero en fin, tres décadas después a una le parecía feo excusarse de la boda.
Y
más feo todavía no darle a toda esta pobre gente un final feliz. El
idiota de los millones me ha mirado con ojos de ternero miope desde el pie del
altar y una, ay, ha decidido darle un poco de variedad a su vida.
Salimos
mañana mismo de viaje de novios a ese paraíso tropical, Lindasuerte, una islita
del Caribe. Las fotos de las blancas playas de Santa Prosiga me hacen chispear los ojillos.
Mi
media naranja se ve todavía coladito por mí, qué bien.
No
puedo soportar la idea de tener la licuadora cerca; me recordaría cómo iba a
perder el último tren. Se la mandaré a Pam. Pobre chica, necesita
más azúcares simples. Mmm, y haré que le incluyan en el paquete una bolsa de
limones: se ve tan bajita en vitamina C, la pobre.
-Mike Miles DeMoors-
Este
año no me marearé con los regalos de Navidad para mi familia y amigos.
Gracias a una idea de Pam Pecker, se acabaron las listas de ideas, los
calentones de cabeza y las escaladas de compensación de precios ("oh,
vaya, el regalo de mi primo Oddwall es cuatro libras y seis peniques más caro
que el de mi madre").
No,
señor. Estas Navidades, todos ellos recibirán un bonsai adornado con
escuálidos hilos de espumillón, minibolitas de colores y una estrella
coronándolo. Y de base bajo la maceta, bien envuelto en papel de regalo,
mi último libro.
La
señora DeMoors, no obstante, recibirá un cheque por valor de un millón de
besos.
Gracias,
Pam. Espero que el hotelito en Laponia sea de tu agrado.
-Adriana-
Me
prohibió que enseñara las fotos, pero aquí las tenéis.
Cuando
mi hijito, el editor de postín, tuvo la feliz idea de llamarme al móvil para
contarme que se había echado una novia hacía meses y que me iba a dar el gusto
de hacerme abuela antes de la primavera, la buena de Pam estaba delante
entregándome su artículo semanal ("Tus incisivos... ¿Decidirás cuidártelos
si te digo que son los dientes de abrir las pipas?").
Sólo
eso hizo posible que llegaran los de urgencias a tiempo con el botellón de
oxígeno.
Tras
una semana de velarme en casa (me veía mustia, deprimida, hecha harina), a Pam
se le encendió la proverbial bombillita sobre la cabeza.
-Si
tú estás de rompe y rasga -me doraba la píldora. La
ironía de llamar a las chicas del Can Galán para ponerme guapa no se me pasó
por alto, pero tragué. Y, hey, lo cierto es que cuando acabaron y me
pusieron el espejo delante, me vi fantástica. Pero...
Cometí
el error de suspirar. Así, en plan pesarosa.
Y
Pam se lanzó.
-Tú.
Modelo de desfile de lencería. Ya.
Me eché a reír, claro. No le concedo yo la visión de este tipazo al
primero que pasa.
-Y yo también. ¿Te da miedo compararte conmigo?
Ahí las carcajadas se me fueron hasta la luna. Lo malo es que si lo
rechazaba, me ponía en entredicho. Ante ella. Ante mí. Ante
todas.
Babead,
chicos.
-Merrywee-
Por
sugerencia de Pam, me puse a estudiar. Pasé cinco largos meses leyendo
enciclopedias, a razón de tres horas al día. La cosa surgió cuando mis amigas
entendieron que si bien uso algunos trucos para recordar según qué nombres o
fechas, la verdad es que poseo una memoria fotográfica muy, muy espaciosa.
Durante el primer mes, Pam me acompañaba en los ratos de estudio para evitar
que me distrajera. Una vez yo adquirí el hábito, ella decidió
desentenderse y recuperar su vida: novio, amigas, pasteles, encuentros con
rockeros, fantasmas y escritores paranoicos... Lo normal. Apenas se
pasaba un par de días a la semana a revisar mi porcentaje de lectura y tomarme
la lección.
Pero
fue bien. Me presenté a un puñado de concursos televisivos. En
"Macedonia de diccionarios" estuve doce programas y me llevé once mil
seiscientas libras. En "Experto por defecto" me mantuve un mes
y arrasé con veinticinco mil libras y el bote de otras veinte mil. Más
adelante, en "Me parte verte con tanto arte" pasé a la final,
pero por una duda con el número que calzaba Honoré de Balzac me quedé sin el
dúplex en Maifair y hube de conformarme con el premio de consolación: la moto
de gran cilindrada. Tras semejante fiasco, me quedé en casa otro mes sin
hablar con nadie, alimentándome del riquísimo "catering" a domicilio
de la compañía "Si tienes pasta" (la primera filial de “Delicias de
Spadetta”).
Mermados
mis ahorros por el despilfarro en tarteras de comida de lujo, no me quedó más
remedio que ceder a los mil y un mensajes teléfonicos de mis amigas -una
campaña de desgaste orquestada por Pam, me lo confesaron con pelos y detalles
poco después- y me apunté a "Resuelve tu vida, nena".
Y
la resolví, vaya si la resolví. Un millón de libras salvo el mordisco del
fisco...
Me dejé un buen pellizco en un dúplex más espacioso y con mejor vista que el que perdí en el otro concurso. Acabé invitando a pasar una temporada a la pobre Susan cuando perdió el pisito de Islington. Nos lo pasábamos bomba... Ay. Ahora se ha mudado con su fabricante de llaveros de pompón peludito y blanco, pero se lo tengo dicho: como se te ponga tonto, dale un desplante y vuelve. Susan se ríe a carcajadas y me dice que soy una bestia. Ya.
He intentado entrar en el negocio de cocina de Paulina, pero el trato está atado con cadenas de titanio por el abogado de los DeMoors. ¡Qué rabia!
Hace
poco Pam me propuso otra idea genial. Me animó a salir por ahí con su
amiga Jill. Parece que Jill es la bomba cuando se pone en plan monólogo
de coña: te ametralla con sus cháchara, le pega el giro cuando menos te lo
esperas y es fantástica soltando puntillas cortas y agudas como la
punta de una daga. Tiene un lenguaje corporal tronchante y le da a
payasear como nadie en el mundo. Pero Jill no es de las que se suben a un
escenario; así que ahí va a entrar mi menda, Miss Clon de la Reina de los
Bufones.
Esta
noche me estreno en un café de artistas, “Locos por el Hipo”. Llevo
aprendido un material fantástico. Los voy a tirar de la silla y luego
mandaré a barrerlos a mi perro Tusfy. No sabe usar el plumero, pero menudos
tangos se clava con el palo de la escoba.
-Morlaco-
El
otro día entré por la puerta giratoria del edificio Lustcow y ¡zas!, aterricé
de golpe en un universo paralelo.
Había
representaciones de Pam Pecker en todas partes. Bustos de Bronce en el
hall; vidrieras con el fino toque de los prerrafaelitas adornando su figura
cubierta de sedas, una aureola de luz y la típica cenefa de motivos vegetales
enmarcando las líneas de plomo; discretos anuncios de joyería con ella en el
papel de la dama satisfecha que luce el broche de platino y diamantes...
Por
supuesto, en la sala de conferencias había un acto público: la presentación del
último éxito de Pam, "La marcha de los hoscos erizos". Incluso
habían tendido una alfombra roja para recibir a los invitados principales: la
actriz y cantante Erin Main, el decano de las entrevistas en el país Roger
Annybold y la guionista de cine y biógrafa de novelistas célebres Dinah
Betseberian. Los flashes de los fotógrafos recortaban la continuidad de
la escena. El murmullo ruidoso de los asistentes llenaba la gran
estancia. Cuando el anfitrión del acto nombró a Pam y ella apareció tras
los cortinajes del telón, una ovación larga y estruendosa nos ensordeció a
todos.
-Es
un placer estar aquí, rodeada de tanta gente estupenda -se estrenó Pam,
haciendo un gesto con el brazo como para incluir a todo el público.
El
Lustcow se caía. Qué tremendo.
Entonces,
ella me vio.
-Señoras
y señores, el hombre que me descubrió para el periodismo; es un placer
presentarles a Bob Berzinski. Por favor -la gente arranca antes de
terminar la petición-, un aplauso para mi buen amigo y mentor...
El
resto de la sesión se difuminó en mi cabeza. La grabadora, extraña
coincidencia, se apagó por falta de batería en ese mismo momento. Por
suerte, Pam me prestó a una amiga suya, una tal Merrywee. Esa muchacha es
un prodigio de la naturaleza. Y después, durante el cóctel, me escuchaba
cuando le hablaba de Ignotia. Lo dicho. No sé si este universo
es real, pero desde luego no es el mío... ¿Vuelvo o me quedo aquí?
-Jill-
Tras comprarle la tienda a Ben decidí que era hora de asumir una ampliación del
negocio. Contraté a un par de dependientas y me liberé para diseñar
jardines.
Los ingresos de la tienda primero se mantuvieron, unos meses después aumentaron
y mientras tanto, yo llenaba hojas y hojas de dibujos, los coloreaba con
rotuladores y acuarelas, los ordenaba y coleccionaba.
Hice
listas de combinaciones entre flores y arbustos, retraté filas de árboles, me
dediqué a hundir las manos en la tierra y abonar y regar y podar y, en
definitiva, moldear jardines clásicos con buen gusto.
Pronto
me pasé a los parterres de piedra japoneses, con estanques de carpas doradas y
los límites del recinto abiertos: libre el aire, imperio de la luz. Es
tan importante la luz. No entiendo cómo
puedo haberla podido pasar por alto durante casi toda mi vida.
El
primer año me encargaron siete jardines. Clientes satisfechos. Se corrió la voz…
Hoy
en día tengo lista de espera. Vivo inmersa en mi trabajo: muchísimas horas a la
semana, pero no me ahogo en él. Sé
cuándo parar y acercarme al calor de mis amigos, cuándo tumbarme y reposar,
leer, quizá una escapadita a una galería de pintura...
Y
me permito salidas, viajes a lugares hermosos. Holanda. Francia.
Italia. Donde la sabiduría de un montón de jardineros silenciosos,
prudentes y tiernos como brotes de primavera cubre la tierra de belleza, de amor,
de esperanza.
Sí,
el Cielo existe. Me asombra tener el privilegio de poder contribuir a su
creación.
-Ben-
Antes
de Pam, mi vida era un caos.
Quiero
decir, no es que me fuera mal: tenía una bonita floristería y era agradable
llevarla. Mis sueños me endulzaban como podían las horas en que el
cansancio me pedía una tregua; y sí, poco a poco, cedía a las exigencias de la
escritura, los viejos cuentos incomprensibles que escribí en mi juventud ya
descartados y pasando a la diversión de la narrativa en serio. Es la
condición que nos hace humanos: el alcahueterío y más en concreto, el deleite
producido por la sorpresa ante lo que nos van contando...
Pero
ah, Pam.
Bueno,
mi vida siguió siendo un caos. Pero su compañía, lo frágil y lo entero de
su humanidad... ¿Qué habría sido de mí sin ese amor, esa chifladura
imposible, esa mujer que encajaba conmigo como si hubiéramos salido juntos de
fábrica?
Trajo a mis días la novedad, la aventura y, por algún tiempo, la sensación de ser inmortales. Trajo a una niña como el primer rayo de sol en el mundo, la mismísima firma del amanecer. Nuestra hija.
Trajo la felicidad, así como suena. No puedo pedir más.
Te
llevo dentro, Pam.
Para siempre.