Mientras me debato, unas cuantas anécdotas de otra época.
Hoy está resultando ser un día especialmente
difícil. Apenas puedo sujetarme mientras
voy de la cama al sillón y de vuelta a la cama.
Hacer el desayuno y luego fregar se ha convertido en un desafío, ya no
os cuento lo mismo con la comida y la cena.
Hubiera querido bajar los plásticos al contenedor, pero no me ha
parecido sensato tal y como me encontraba.
Lo peor es que tras dos horas largas escribiendo esta mañana (sentado
ante el teclado), había conseguido que mis entrañas se quedaran en su sitio… Y me ha dado por limpiar algo soplándolo, sin
pensar, y todo se ha ido al traste. Maldita
sea mi estampa. Puedes ser el tío más
cuidadoso del mundo, pero da igual; porque al más mínimo descuido, adiós.
Lo de después de cenar ha sido peor. Todo lo que se descoloca y escapa, acto seguido avanza y presiona y trae angustia. A veces, el vacío que deja dentro trae consigo un desplome del interior y hablo de algo físico, de mi cuerpo; de una tenaza de plomo que te coge por dentro y te dobla. La desesperación es inmediata; por mucho que luches, ¿cómo conservar la razón ante el sufrimiento continuo, uno que sabe a sinsentido…? Y no os voy a mentir: hace un momento no he escrito “continuo” como primera opción, sino “perpetuo”. Racionalmente sé que esto ha de tener los días contados; pero no veo luz, no soy capaz de reunir esperanza. Sólo hastío, pintado tantos ratos de tristeza, de miedo, de soledad.
Muchos han sido los años en que me felicitaba al terminar el invierno;
por escapar de las garras del tiempo de oscuridad y frío. Hoy es uno de marzo, la primavera estará aquí
en poco menos de tres semanas sí o sí (la astronómica, la de verdad)… Y pese a tenerla tan cerca, esta vez
dudo. Si llegaré, si saldré bien
librado.
Estaba leyendo tumbado, tantas horas ya hoy. Y me he forzado a echarle valor y levantarme sujetándome las tripas con las fuerzas que he podido reunir. Tampoco hablo sólo de valor, claro.
Levantarme, decía, y ponerme a escribir. Con rabia, un poco al menos.
Pero, sobre todo, a contar algunas cosas que nunca
he contado. Fíjate tú: nada que le pueda
importar a nadie. Total, sólo cosas mías
y yo no le importo a casi nadie y muy poco a quien mi ausencia pueda resultar apenas un inconveniente pasajero... Así que a tomar viento.
Hay parte de mí que debería aprender a quedarse
dentro y no hacerme más daño. Hay otra, un
puñado de recuerdos, que me he guardado demasiado tiempo. Probablemente, sin necesidad.
Ahí va: una pequeña colección irregular, desde luego incompleta, no sé si del todo ordenada y nada importante de pequeñas anécdotas que callaba no sé muy bien
por qué. Igual que no sé hasta dónde
llegaré con ellas…
¿Una locura?
Puede. No sé si lo habéis oído
decir: “Más loco que una liebre en marzo”.
Quién sabe, quizá sólo sea una cita, algo sacado de Lewis Carroll o vete a
saber de dónde. Como si importara.
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Fiestas del pueblo.
A mediodía, sobre el “tablao” de la orquesta en la plaza mayor, mi menda
delante del micro. Es un concurso de
cantar y soy un crío, dudo que tenga siete u ocho años. La letra se me va de la cabeza (una broma
recurrente desde que tengo -¡menuda ironía!- memoria) y me paro, me rasco la cabeza mientras
pongo cara de hacer esfuerzos por acordarme y suelto a través de la megafonía (para hilaridad de todos los presentes): “Ay…
¿Cómo era?”
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El cole. Lo
mismo, quizá un año antes o apenas meses. El
profe, viejo de solemnidad; los fuimos jubilando en cadena, un curso tras
otro. ¿Me acordaré de sus nombres? A ver: Don Mariano, Don Rafael (el de la
presente anécdota), Don Cristóbal (que se fue a mitad de curso)… A Don Segis no, era más joven y tenía alegría
y vitalidad; y mira, fue el que lloró con aquella interpretación mía de cestero
en la función de Navidad (“¡Un milagro…”).
No lo tengo claro de Don Cándido (y sus malas pulgas, aunque dicho así
quizá sea injusto; pues a saber qué razones tenían). Y de Don Simeón me suena
que sí… Pero tampoco podría
jurarlo. En fin.
A lo que iba.
Nos mandan una tarea para que la hagamos en el aula, zas, es para ahora; yo tengo una duda, levanto la mano, pregunto. El profe aclara el asunto en un periquete y
yo, tan contentico ya, suelto un “Ah, vale” y me pongo manos a la obra,
feliz. Lo sé porque no hago más que
empezar a escribir en el cuaderno y, sin darme cuenta, me pongo a cantar en alto aquello de “Tengo
una vaca lechera…” para risotada de los otros chicos y perplejidad del
maestro. Puf, la burbuja de mi inocencia
se pincha y me percato de la situación. “Perdón”, se me escapa sintiéndome al raso.
Hablo de mil novecientos setenta y muy poco. El profe no me dice nada: ni me riñe, ni me
grita, ni me castiga. Nada de nada.
Creo que entendió.
Simplemente la naturalidad de un niño…
Puede que medio minuto después él soltara enfurruñado a medias un “Venga, a trabajar”; pero no para mí, sino para la clase en general.
Y estoy hablando de un hombre que festejaba en los años veinte del siglo
ídem. Más “vieja escuela” que eso, no
hay.
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Una mañana fresca, bendecida por un sol aún frágil y temprano... Quizá un martes; en el cuartel, camino a abrir la biblioteca. Las dos vueltas de llave de rigor y hacer a un lado la pesada hoja derecha de la gran puerta de madera pintada de verde… De repente, mi compañero se resguarda con urgencia junto al muro, la mano haciendo con dos dedos un arma corta; le imito por mi lado, siguiendo el juego sin pensar. Él mira con fingida inquietud hacia la oscuridad del interior y me susurra, teatralmente serio: “Cúbreme”. Sin más aviso, ¡entra dando una voltereta y suenan un par de PIUM, PIUM hechos con la boca!
No me lo esperaba. Incapaz de continuar con la farsa, rompo a reír a carcajadas, feliz;
a él se le contagia. Y sí, seguimos
riendo mientras damos la luz de los fluorescentes y abrimos los ventanos… Un buen rato.
Unos momentos de alegría pura y despreocupada a mitad de un año difícil.
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Viajo con una muchacha al norte, a acabar con el verano. Nada más llegar, nos acercamos al puerto. La tarde ha caído y queda un sirimiri de la galerna casi rendida... El chispear de la lluvia fina me emborrona las gafas y hace temblonas las luces amarillas recién prendidas en ese fondo azulado de mis recuerdos.
Al día siguiente, nos da por montarnos en una barca de recreo que sale de la bahía. El sol asoma entre jirones de nubes grises; los restos de la galerna aún siguen alborotando las olas. Al llegar a mar abierto, aquello se pone serio. La barca sube y la barca baja; y, cuando baja, parece que se la vayan a tragar sin misericordia las aguas oscuras. Todo el pasaje contiene la respiración en esos momentos, salpicados de goterones y espuma; y luego, de vuelta hacia arriba, reímos, muertos de los mismos nervios. Un niño, el hijo del patrón, nos mira desde la escalerilla del puente y se troncha de la risa.
Después de comer -de picoteo variado y riquísimo- nos da por visitar la más reciente
exposición de un artista famoso. Y ahí
andamos, rondando alrededor de cada pieza, cuando ella me pregunta, insegura: “Este
señor… Se murió hace poco, ¿no?” A lo que yo sólo puedo responder con la
verdad: “Está justo detrás de ti”.
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De vuelta al Cantábrico... Con mi pareja, años después, nos da por ir al cine a
ver un montón de pelis geniales: un gran verano, el del 94. También -llevados por mi entusiasmo- compramos dos asientos para otra velada, un concierto de alto copete patrocinado por la flor
y nata del dinero de aquellas tierras. A
la entrada, aquello es impresionante: gente vestida para un gran acontecimiento… Y luego, unos cientos de los nuestros, la
gente corriente. Todo en orden. La sala es inmensa y el programa, una fiesta
de clásicos: empezarán por Brahms (lo siento, no me cala) y terminarán con
Mendelsohn (¡Yeah!). Total, que buscamos
nuestras butacas allá arriba, por la línea que ronda los dos tercios del aforo… Y esperamos, esperamos, esperamos.
Al fin salen los músicos: una sinfónica, así que un
montón. Aplausos, el público ya metido en
el asunto. Y a continuación… Un señor con chaqué color de sombras y corbata de pajarita, partituras en mano. Bueno, la sala
enloquece. Si hay quien hasta se pone en
pie…
El señor deja las partituras en el atril del
director, sonríe al público, saluda, sonríe a la orquesta (que le devuelve la sonrisa)… Y se vuelve hacia bambalinas, de camino a esconderse tras el telón. Momento en el que sale EL VERDADERO DIRECTOR
de la orquesta, que riendo a gusto le da la mano...
Pillamos la metedura de pata (oh, oh) y una risa
desatada -de vergüenza infinita que no sabe dónde esconderse- llena la sala. Da igual.
Al rato, se consigue un poco de silencio (salpimentado de las
inevitables dos o tres últimas toses) y el concierto arranca…
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Tengo tantas historias. Algunas, tremendas: emocionantes,
profundas. No sé, a este paso me las
llevaré conmigo.
Pero por hoy, vale.
Estoy cansado. Y me duele de
tanto estar sentado en esta silla dura; el cojín amarillo, un consuelo demasiado
fino para seguir aquí…