ABOCETA.
Era un sábado por la tarde de finales de marzo. La charla con el guionista que iba (ja, qué
risa) de progre y peligroso y el dibujante de su serie estrella –un tipo amable
con la diversión brillándole en la mirada- había terminado. En aquel salón de actos, apenas cinco minutos
antes con la gente aún sentada pero ya aplaudiendo a rabiar al oír que se iba a
dar paso a la (casi obligatoria) sesión de firmas, una alegre algarabía festiva
llenaba ahora el aire. Ya sabéis, no
tanto como para no poder entenderse, pero…
Y un aluvión de fans del cómic llenábamos el pasillo central haciendo cola para que sí, nos firmaran la portada de tal o cual tebeo. A mí me tocó de los primeros. Me echaron un par de garabatos bastante airosos con rotuladores de tinta de color metalizado (dorado, si recuerdo bien), les di las gracias y una sonrisa radiante y me quité de en medio para dar paso a quien sea que tuviese detrás en la fila.
Y alguien vino a tirarme de la manga.
-Eh, Carlos.
Quiere hablar contigo.
-¿Quién?
Señaló hacia el escenario. Al extremo de la mesa, la gente allí discutiendo absortos lo bueno y lo malo de un puñado de páginas a lápiz.
Y yo, perplejo.
“¿Él? ¿En serio?”
Me sonrió. “Claro. Corre”:
Le había dejado mi portafolio a otra persona,
alguien a quien había conocido ahí mismo un par de días antes. Le habían gustado mis (oh, cielos)
irregulares dibujos de aficionado con ínfulas (unos viejos, otros no tanto)… Y se conocía el mundillo.
El caso es que, ni corta ni perezosa, se había
acercado con mi carpeta a un editor de aquí.
Un señor cuyo nombre había visto decenas de veces en las páginas de los
correos o de los avances editoriales (y en los fanzines, por supuesto). Oh, vaya.
¿Y quería hablar conmigo?
Era un hombre mayor que yo, quizá siete años o una
década. No lo sé. Él se veía asentado y con rodaje. Mi menda, nada de nada.
-Me gustan tus bocetos. Éste…
Éste otro… Y mira esta pose. Son muy buenos. Muy expresivos. Los dibujos más acabados se ven torpes, algo
parados. Pero el puñado de bocetos que
has puesto son estupendos. Dinámicos. Un
dibujo terminado no debería necesitar mucho más: quizá limpiarlo un poco. O hacer el contorno de las figuras un pelín más grueso.
¿De verdad?
Quién lo hubiera dicho. Yo veía mis bocetos y sí, veía la intención
de movimiento que les había puesto, cierta chispa de vida... Pero vale.
No me entusiasmaban. Le había
echado tantas horas a los dibujos más elaborados, les había puesto tanto
detalle… ¿Y este tío se fija en las tres
o cuatro páginas de bocetos hechos a vuela pluma?
Supongo que me vio la decepción en la cara.
-Dedícale tiempo a esto. Dibuja, dibuja, dibuja… Quiero decir, aboceta: practica mucho lo de
hacer estudios rápidos como éstos. No
necesitas mucho más. Ánimo.
Quizá me dijo alguna otra cosa. No lo recuerdo. Le di las gracias, cogí me portafolio y me
quité de en medio. Me sentía
descolocado. Porque no acababa de
digerir aquello.
Aunque, claro…
Lo que tanto nos cuesta comprender en nuestras vidas, suele ser evidente
para la gente a nuestro alrededor. Por
lo que seguro que, a estas alturas, ya os habréis imaginado que aquel señor tenía razón.
A mí me llevó un tiempo, pero acabé por
asumirlo. Y cuando lo hice, me hubiera
dado de cabezazos contra la pared.
Era un consejo estupendo. Aboceta, aboceta, aboceta. Tira de lápiz con la intención fresca,
construye con cuatro rayas. Pon sobre el
papel lo que quieres en menos de tres minutos.
Moléstate en dejar a la vista un par de líneas de fondo y luego pon las
figuras con medio gramo de sentido común: un poco de proporción, la
suficiente. Un toque de volumen y
peso. Todo con trazo suelto, libre,
rápido. Y hazlo pensando en que lo estás
viendo en el cine: vivo, inmediato, delante de los ojos de tu imaginación. Aboceta, peque.
Lo hice durante años. Dibujaba sentado en un sillón delante de la tele
en marcha (pero sin prestarle apenas atención) desde después de cenar hasta la
hora de irme a la cama. Hora y media o así cada noche... Llené unos
cuantos cuadernos. Eran cuadernos de
hojas en blanco (sin pautas: ni cuadritos, ni líneas ni nada de nada). Yo dibujaba con un rotulador de punta fina,
tinta azul.
Me ponía perdido el canto de la mano derecha y me
llevaba algún puntazo –o algún rayujo ocasional- en la palma o los dedos o ay,
en las mangas de mi chaquetilla de ir por casa.
Da igual.
Aboceta.
Dibujé aquel tiempo y me divertí de lo lindo, lo
pasé en grande. Y me sentí genial.
Muchos bocetos salieron feos, irregulares. Otros muchos no: tenían su gracia, su
vida. Me alegraba tenerlos en aquellos
cuadernos, los unos y los otros. Algo
recogido, una especie de colección de errores felices. Yo siempre he sido mucho de tirar todo lo que
hago. Pero esos cuadernos los guardé durante
un tiempo y de vez en cuando, los miraba.
Iba pasando las hojas y lo que veía me hacía sonreír. Sólo muy de cuando en cuando me daba por
suspirar y negar con la cabeza. Ay.
Y no importa.
Todo era camino.
Hacia la soltura, hacia el acierto (tan sencillo, tan vivo, tan como
debe ser).
¿Me convirtió ese consejo en un gran dibujante? ¡Rayos, no!
Soy irregular, soy inconstante. Y no me gusta convertir lo que me gusta en
metas obsesivas: ¿cómo iba a disfrutarlo, entonces?
Pero me ayudó a ponerme a dibujar. Me hizo sentir bien con lo que me salía. Aprendí a desechar los pequeños desastres sin
darles más importancia… Y, curiosamente,
a valorar los pequeños triunfos.
Es un consejo simple: aboceta.
No lo sigas porque te lo dé yo; a mí me vino de
alguien más tranquilo, más sabio. Espero
que te sirva; qué digo, creo que lo hará.
De nada. Suerte… Y a pasarlo bien.