Pírrico.
Una cartulina blanca recién desenrollada. A la curva, tras sacar la goma elástica, le cuesta rendirse... Tiro con lápiz y cierta torpeza la idea que llevo en la cabeza. Rotulo y compongo y encajo líneas y sombras -algo falto de acierto, pero no es que importe- durante horas y horas, las suficientes para llenar tres días. Una de esas carreras de fondo llevado por cierta devoción –cierta fiebre- y la cabezonería y el motivo más común del mundo: porque puedo... O eso creo. Y sí, sí. Ya lo creo que puedo.
La imagen, un torbellino de rayas y puntos gruesos y
clavados con prisa, se va adivinando y definiendo hasta dejarse entender. Tosca, claro.
No es perfecta ni de lejos, pero da igual. La luz, el blanco y negro, el hueco jugando a
hacer de negativo… Os asombra.
Es una sorpresa para quien no me conoce: algo que
nadie se esperaba, por tanto.
Y os lo quedáis.
“Nuestro”.
Pues vale.
Justo lo que quería. Pero no me
doy cuenta, no entonces…
Llego tarde.
Ella ya no está ahí.
Sentado a la puerta de casa canto a la puesta de sol, la que arde y se consume
tras aquella colina en el horizonte (en mi cabeza, es el Monte de los Sueños Perdidos). La guitarra suena simple, pero da igual: tiene
una voz bonita y os aseguro que me he molestado en afinarla. Por mi parte, no sé cantar como querría y no
se me suelen quedar en la memoria más que dos o tres versos de un estribillo o
quizá un puente de alguna canción que me gusta. Hago lo que puedo; no es suficiente ni de
lejos. Doy la tabarra un rato hasta que
me llaman para cenar.
De noche, si hay suerte, bailo agarrado a lo imposible. Yo, que siempre he querido ir para nota, aquí me limito a hacer acto de presencia. Ella suele ser amable y paciente conmigo; su sonrisa, su simpatía, prueba de que existen los milagros. Una canción es poco más que un suspiro, la unidad de tiempo en el sistema de medida de los románticos.
Esos instantes de mi vida fueron lo que quedaba en el paréntesis entre lo que dijeron dos cómicos célebres: el uno, acerca de en qué consiste el éxito y el otro, insistiendo en que debía irse. Ni siquiera los pillé en orden. Un desastre.
Pero a la urgencia del presente, si la pintas
de felicidad, nada le importa.
Y a veces, lo piensas. “¿Sabes cómo me siento? Supongo que es evidente, pero…”
Quizá lo que suena es lo que se ha de esperar que suene cuando llega el momento de la verdad. La multitud se ríe y jalea medio en serio y medio en broma, ebria de fiesta bajo las reatas de banderines que adornan por lo alto la plaza mayor. Nos hemos apuntado al concurso de tiro de soga y pintan bastos... Me pongo al final de la larga soga a hacer de lastre y sí, la he visto: sé que ella está detrás de mí, expectante. Mira tú, como si quedara duda acerca de lo que va a pasar. Estoy tenso, ahora mismo más que la soga (en la que me he envuelto).
Oigo
el silbato y para mi sorpresa -la de todos-, el mundo cede metro y pico hacia
donde no debería. ¡La gente
enloquece! El vocerío, el entusiasmo: las tornas se han vuelto.
Es lo que tiene la gentileza. Puede ser la perdición de los gigantes, aunque
suele acabar haciéndolos aún más grandes…
Luchamos como fieras, tirando con todo lo que
tenemos. Tira, resiste, aguanta: no te
rindas. Pero cada tirón de los otros se
nos lleva un poco más hacia adelante.
Nos debatimos, nos desesperamos...
A un paso de la derrota, impotente, grito “¡Tirad!” con mis últimas
fuerzas. Como si se me oyese, como si
hiciera falta… O como si sirviera de algo.
Y acaba. La tirada más larga de la noche. Tan larga...
Vienen. A darnos
la mano, a cogernos en un medio abrazo, a felicitarnos llenos de adrenalina. La bendición de tus mayores… La confusión en medio de la resaca de los
aplausos: una derrota, desde luego, pero digna de celebrarse. Los cinco compañeros acabamos haciendo un
corro y uno de ellos me pide que diga unas palabras.
Les doy un discurso breve: “...Ha sido un honor estar aquí hoy, ser uno de vosotros. Lo que habéis hecho no será
olvidado fácilmente…”
Qué ingenuo, ¿verdad?
Y no pueden más. Ponemos las manos una sobre otra, como los Tres
Mosqueteros, como los Cuatro Fantásticos.
Gritan feroces el nombre de la peña; una consigna, una sola voz, un último
desafío. Nos separamos.
Y estoy exhausto.
Tengo que salir de aquí.
Y sí, me escapo.
A la mitad vacía de la plaza.
Me arden las manos, una barbaridad. Me las miro.
Tengo la soga marcada. Duele…
Y por primera vez en mi vida me doy cuenta de que se hace el silencio dentro de mi cabeza. Pero sólo unos segundos.
Porque ella sale de la multitud y viene a verme.
“Hey”.
“Hey”.
Y no sé qué decir.
No hilo. No sé cómo salir de ésta
con un mínimo de dignidad, sin quedar como un completo idiota. Balbuceo algo para salir del paso. “¿Nos vemos luego…?” “Claro”.
En fin.
A lo largo de aquel verano, de cuando en cuando, la dibujo de memoria. La retrato y mal, una caricatura floja, porque ni tengo habilidad suficiente ni la tengo delante; no a
ella, sólo el recuerdo de alguien con quien suelo hablar desviando la mirada… La timidez es lo que tiene.
Una tarde de septiembre, tras volver de las vacaciones, me armo de valor y voy a verla.
Pero llego pronto.
No está en casa.
La espero. La
espero y la espero. Camino la calle
arriba y abajo, vuelvo a tocar el timbre.
“¿Ha vuelto ya…?”
Y mientras espero, me voy derrumbando. Y comprendo que… “No es posible: si apenas la conoces... Sólo se limita a ser amable contigo”.
Y se me merienda esa sensación de que no estoy a la
altura. Que no valgo lo suficiente. Que no tengo ninguna posibilidad.
Dos horas después, tengo suerte. Ring. “Vale,
ahora bajo…”
Y ya he tomado una decisión.
Charlamos. Todo banalidades, qué le vas a hacer. Y acabo
abriendo la carpeta y sacando la hoja de papel…
“Toma”.
Ella sonríe al mirar el dibujillo y da un cumplido de
circunstancias.
“Es el último”, le digo.
Y ella cabecea, comprensiva –o eso debe de creer- y
replica: “El último… Hasta el año que
viene, claro”.
Y yo… “No. Es el último”.
Calla cinco segundos. “¿Seguro?”
“Sí”.
Venga, píllalo de una vez. Me estoy quitando de en medio. No sabes lo que me cuesta.
Se pone seria.
“Ah”.
No puedo con esto.
“Tengo que irme.
Se me ha hecho tarde”, le digo.
“Adiós”.
“Adiós”.
Me voy, sí. Obligándome a no volver la mirada atrás ni una sola vez.
La noche cae rápida de vuelta a casa.