NO, NO TIENES PODERES.
Se me ha ocurrido esta mañana: una idea para un libro corto y muy, muy loco. Por suerte, por falta de confianza o por volver a mis cabales (elegid lo que más os apetezca), el entusiasmo y la tontería se me han pasado ya. Y como sé que os lo pasáis bien con cualquier cosica, pues os pongo a continuación lo que ha dado de sí el día...
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PRÓLOGO.
No, no
tienes poderes.
Diría que lo siento, pero no. No tienes poderes. Y menos mal.
Es una suerte. Tú crees que molaría, pero ¡qué va! Lo lógico es que la cosa, antes o después, te
acabase pasando factura y de las caras.
Ya, ya.
Sé lo que estás pensando, prenda: “Oh, yo aprendería a manejarlos y…”
Nah.
Si tuvieras poderes (que ya hemos
quedado que no, ¿de verdad lo tengo que repetir?), la cosa se torcería muy, muy
pronto. Probablemente, te aborrecerías
de las mil y una faenas[1]
que tus (supuestas) habilidades extraordinarias te acabarían gastando; eso, si
sobrevivías a la experiencia…
“Pero…
Es que SÍ tengo poderes”, me insistes.
Venga ya, ni de coña.
Mira, déjalo. Porque…
Primero: con ese tipo tuyo, las mallas (que
te veo venir) te iban a sentar como un tiro.
Segundo: las habitaciones acolchadas del
psiquiátrico (vas a acabar ahí a este paso) no suelen tener tele con
suscripción a plataformas que ofrezcan partidos, pelis o culebrones de los que
no te puedes perder; y, de todos modos, con la camisa de fuerza... ¡A ver cómo usabas el mando! ¿Con los dientes?
Tercerillo: a estas alturas del siglo XXI,
no hay sensei, coach, mentor ni nada por el estilo que te ponga en forma para
hacer milagros. Ése tío que te dice que
te va a enseñar cómo atravesar las paredes sin abrir la puerta es un
“listo”… Vamos, un jeta, un espabilado,
un timador. Lo único que va a teleportar
es tu pasta a su bolsillo.
Y, por último,
¡QUE NO TIENES PODERES! Harto de decírtelo ya, oye. Y tú, erre que erre, toma Jeroma…
Pero, tranquis. Oh, destalentados que creéis tener poderes: para
eso está NO, NO TIENES PODERES.
Básicamente para entreteneros, las cosas
claras. Y –quizá, si hay mucha,
muchísima suerte- para salvar vuestras pequeñas y cucas vidas en el caso de que
se os haya ido la pinza y mira, en realidad estéis planeando demostrar vuestra
invulnerabilidad saltando al estanque de las pirañas del Acuario de vuestra
ciudad. NO, NO TIENES PODERES intentará
convenceros de que no lo hagáis (¡obvio!), aunque sea con la excusa de que el
agua está fría o que no han pasado las dos horas de rigor desde el
desayuno.
Si pretendes hacer una barbaridad… Si crees que puedes volar (me refiero a sin
aviones, parapentes ni metáforas socorridas), te pondrá los pies en la
tierra. Si te sientes superfuerte,
evitará que te chafes un pie con esas pesas tan gordas del gimnasio que –afróntalo
ya- no estás en condiciones de levantar ni con las dos manos. Y si crees que puedes encender la barbacoa del
vecino con los poderosos rayos ardientes que te brotan de los ojos, te
aconsejará (ahora mismo) no ir presumiendo por ahí y dejarle usar esas cerillas
de palo largo que se ha comprado por Internet.
Sí, las que cuando se encienden huelen a sándalo, mandarinas y
lavanda. Qué sé yo, el mundo se ha
vuelto muy raro.
Por fortuna, tú no. Tú eres normal y corriente, como el pan que
se pone duro en cuatro o cinco horas.
Qué digo: puede que seas hasta mediocre, ¡no sería de extrañar! Y, si es así (que ya te digo yo que sí),
ALÉGRATE: tranqui, estás a salvo. ¿De
qué? De todas las terribles (y, para qué
negarlo, muchas veces hilarantes) situaciones que voy a describir en los
capítulos que vienen a continuación.
Ay. Tanto rollo,
sí, para presentar el fantástico librito al que, lo creas o no, ya te has
enganchado (y que estás devorando con esos ojazos tuyos como si no hubiera un
mañana). Hale, ¡bienvenid@ a NO, NO
TIENES PODERES! ¡Venga, sigue leyendo…!
01 / NO, NO PUEDES HACERTE INTANGIBLE.
Ni siquiera
temporalmente. Es lo que hay.
-¡Eh, Perico!
-¿Sí?
-¿Ves ese busto de piedra detrás de ti?
Perico se vuelve, inseguro.
-¿Ese gris verdoso tan feo?
-El mismo. Tíramelo, que remataré de cabeza.
Pobre Perico. Duda, normal.
-Pero…
-Nada, no te preocupes. ¡Si lo hago a diario! –y se te escapa la
risa, viéndolo tan cohibido. Menuda
juerga cuando vea que ni te toca… -¿Te
lo demuestro?
-Oye, que eso tiene pinta de pesar…
-¡Claro que pesa! Mira, mira.
Tus últimas palabras antes de llegar
inconsciente al hospital. Con un chichón
de campeonato, uno que se oscurece por momentos. Y, uf, las cervicales…
Lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir:
NO, NO TIENES PODERES. El que avisa no
es traidor.
Y vale, sí, de algo tienen que vivir los
traumatólogos. Pero para qué vais a
sobrecargar de horas a los que trabajan en Urgencias… Un poco de responsabilidad y de conciencia
social, caramba.
No puedes hacerte intangible, inmaterial…
O como quieras llamarlo. Te lo aseguro. Asúmelo.
Y mientras, te cuento unos cuantos malos ratos que te ahorras.
Sales a la calle y levantas la mano
rápido, a ver si paras ese taxi que has visto venir. La señora con la que casi chocas -a ella ni
se le ocurre que tú puedas ser intangible- da un respingo y su perrito, un
chihuahua nervioso (y más leal que los protagonistas de un anuncio de jabón
para la lavadora) le pega un mordisco al bajo de tus pantalones. Semejante fidelidad para con su dueña (por no hablar
de los formidables reflejos de mordedura súbita) honra al can, ¿no te
parece? Pues no, no te lo parece. Qué va.
Tú te asustas y tratas de librarte de
aquello meneando la pierna.
¿Resultado? Te sales de los pantalones. Intangible, ¿recuerdas? Y lo peor es que no te has dado cuenta. Aún no.
Con la prisa que llevas y encima el susto…
Inciso: tu campo de intangibilidad se
extiende más o menos y se contagia a lo que llevas puesto… Sólo si controlas
del todo. Si no, puede pasar lo que te acaba
de pasar. Sí, te has dejado los
pantalones (presa doliente en la boca del chihuahua); pero, gracias al cielo,
nada más. El resto ha escapado contigo.
Corres a intentar refugiarte en el
taxi. Intentas abrir la puerta de atrás,
la que tienes más cercana… Pero has
perdido el control y tus dedos no agarran la manilla: la traspasan, como en
aquellas pelis viejas con efectos especiales malos, donde se veía la
transparencia del montaje a kilómetros.
Seis intentos, seis. Finalmente
oyes un “clac” (de la puerta que se abre, lo digo para quien carezca de
imaginación) y pa’dentro.
Caes a peso de saco de harina en el
asiento de atrás mientras cierras la puerta de sopetón, con más fuerza de lo
que permite la cortesía. Aún el susto
con el perrillo, claro. Jadeas o lo
parece.
-¿A dónde vamos? –te espeta el taxista,
la mirada dura en el retrovisor. No es
para menos.
-A la calle de la Tos Improductiva,
número 15 –consigues articular mientras tiras del cinturón de seguridad detrás de
ti y rebuscas dónde rayos han puesto el anclaje en este auto… Momento en que sí, al fin te das cuenta de
que has perdido los pantalones.
Y cosa rara, también te llega otro flash
de cegadora comprensión: al menos, aún llevas los calzoncillos de corazoncitos
(sí, sí, como en los dibujos animados y los tebeos de antaño. Igual, igual).
El taxi arranca. Y de repente te ves sentado medio metro por
detrás de donde estabas…
Genial.
Vas sentado en el maletero.
Llevas medio cuerpo fuera, lo que conlleva buenas y malas noticias. Las buenas son que ves por dónde va el
coche. Mira, por la Avenida Burbujillas:
el camino más corto. Como debe ser. Las malas son que te notas fresco y observas
que no, ya no llevas ni la camisa ni la americana ni…
Exacto: tus ropas han quedado hechas un
montón de trapos mal caídos sobre el asiento de atrás del taxi. Sí, ese lugar al que –dada la inercia del
viaje- ahora mismo no te ves capaz de volver por… Mucha… Fuerza… De voluntad… Que pongas.
¿Qué hacer? ¿Te escondes en el maletero? Es una opción desesperada, pero…
En ese momento, el taxi frena en un semáforo en rojo. Vaya, qué bien. No hace falta que te metas en el maletero. No, cuando de repente vas en el asiento del copiloto. Jajajá, la rodilla te hace tope contra la guantera.
Ahí eres rápido y pasas a la parte de
atrás con una presteza y un saber hacer que arrancarían lágrimas de admiración
a un fantasma[2]
de primera división: agarrando el rebullo de ropas y metiéndote detrás del
asiento del conductor.
Tienes suerte: el taxista no ha llegado
a verte. Iba controlando una moto que
venía por entre los coches… Temeroso de
perder un retrovisor (sería el segundo[3]
este mes), no se ha dado cuenta de la jugada.
Qué suerte.
Te vistes –mal, pero ¿qué importa?- en
menos de treinta segundos y te pones la americana a guisa de falda para tapar
los calzoncillos de la risa.
-¿Le importa si me bajo, por favor? Me he dejado algo…
“Los pantalones en la puerta de casa”,
piensas con amargura. Tanta que casi
suena en voz alta.
El hombre gruñe y para el
taxímetro. Echas mano al bolsillo para
sacar la cartera, pero el bolsillo no está.
Era el de la parte de atrás de los pantalones, ¿que ahora mismo están…? Exacto.
Tirados en la calzada delante del portal de tu casa.
Debo señalar que, a estas alturas, los
pantalones ya llevan las marcas sucias de treinta o cuarenta neumáticos distintos
que les han pasado por encima y han acabado hechos un lío dolido a un lado de
la vía. Pero, no hay mal que por bien no
venga: ya te darás cuenta cuando los encuentres. Casualmente pasaba el camión del riego y les
ha dado un prelavado de circunstancias.
Y a tu cartera, también.
Podrías huir,
por supuesto. No está bien ni de lejos,
pero es lo que se hace en las películas.
Puedo verlo sin esfuerzo: el taxista se vuelve a preguntar “¿…Efectivo o
tarjeta…” y no hay nadie allí. Por
la luna trasera se observa una figura menuda que se aleja corriendo acera
abajo…
Pero
no. Tú eres un pobre hombre, pero eres
honrado. Así que toca comerse la
humillación y mascullar:
-Er… Es la cartera. Casi mejor volvemos y le pago en la puerta…
Pasas un
ratillo rojo (de inmensa vergüenza) en ese asiento de atrás del taxi -en el que
te afanas en permanecer con todo tu ser- mientras el señor que te lleva jura entre
dientes. Que mira tú para qué, si se le
oye todo igual...
[1]
P*tadas, puestos a decirlo
con casi todas sus letras.
[2]
Como suele decir un amigo
mío: “Castillos no habrá, pero fantasmas…”
[3]
La suerte tiene sus
rachas. Incluso la mala. Qué digo: sobre todo la mala.