Viernes de paseo.
La de ayer fue una mañana de paseo; una con jirones de nubes blancas en el azul del cielo. ¡Qué clara, qué bonita la luz de la mañana! Mis ojos, viejos de tanto mirar papeles durante años, al rato acaban por enfocar con nitidez el alto de las casas, la intensidad de amarillos y verdes en las hojas de los árboles de octubre, la lejanía en las calles sabidas de carretilla de tanto andarlas. Sí, salí a andar; libre, siquiera durante un par de horas.
La lluvia y el viento del día anterior arrancaron
miles de esas hojas. Hay una pauta de
manchas en las baldosas de las aceras: manchas húmedas de las hojas, restos de
pigmentos foliares, de polvo y humos.
Manchas sucias, orgánicas; la pista de huida de una criatura viva,
esquiva, invisible en la decadencia de la rutina ciudadana… Salvo para los barrenderos que se desesperan ante
el avance del otoño (y lo que dé de sí el invierno); y, quizá, para tantas
personas mayores que pisan frágiles, inseguras, temerosas a un posible
resbalón.
Soy testigo de lo que nunca había visto antes: dos
operarios entregando un piano. Y casi
contengo la respiración: va en su funda, de lado, sobre un transportín... Y veo por dónde ha de entrar: una puerta
estrecha, dos escalones hasta la acera y una tabla a guisa de rampa. Un tercer operario se les une.
Yo, satisfecho con la fugacidad del encuentro, paso
de largo. Mero pudor, algo
personal. Me avergüenza la mera idea de
quedarme mirando siquiera un instante más.
Tampoco es que lo necesite: la imaginación me cuenta
lo que ha de seguir. “Déjenlo aquí, en esta salita”, dirá una voz nerviosa. Ante una ventana que dé al sur, quizá en una
estancia en el corazón de la casa: a la par recogida y accesible, no sé si me
entendéis.
Y los operarios asentirán, si es que aquello les
parece sensato; retirarán la funda, atornillarán las patas fuertes y colocarán
el instrumento justo, justo donde los días por llegar lo necesitan. Quizá uno de ellos se quede a afinarlo, ¿no
os parece? Y, acabada la puesta a punto,
sus dedos toquen notas como campanas de cristal, una cancioncilla juguetona con
un eco final de algo distinto, una leve melancolía.
Mientras mi cabeza se entretiene en cuentos, salgo
por calles estrechas a la plaza y la avenida.
Pasan los tranvías llenos (no vaya a ser que la gente se sienta sola); y
en las mesas de las terrazas junto a los soportales de un porche alto, cuatro
mujeres, cuatro valientes, desafían el frío un rato. Más allá, siguiendo la Gran Vía, intento no
mirar los locales cerrados con carteles de “Se alquila”.
Éste es mi antiguo barrio; la calle en que viví
tantos años, apenas una manzana más allá.
Pero de aquello, nada queda. No
la papelería de Vicenta y Pili, donde compraba los tebeos y los sobres llenos
de soldaditos o animales de plástico; ni la bodega del señor Domingo, ni la
frutería de Asterio y Lupe, ni la tienda de ultramarinos de Amelia y Eusebio,
ni la gran librería solemne. Temo, ahora
que lo pienso, que ni siquiera el portal de la casa donde vivía Doña Pilar, la
anciana maestra de párvulos. Ni rastro
de aquel almacén donde guardaban sacos y sacos de confites de plástico. Los sacos solían perder por alguna esquina y
los críos de la segunda manzana de Apaolaza cogíamos del suelo los granitos de
colores; codiciosos, perdidos en aquel sueño.
No sabéis cuánto recuerdo; cuánto echo de menos esos días…
Nada queda, digo.
Para mí, ni la luz del sol de primera hora en aquella esquina, desde
donde –a través de las hojas nuevas, tiernas y verdes, en primavera- aún se llegaba a
atisbar la torre de San Antonio. Bajaba con
cuatro y cinco y seis años a por leche y churros y me detenía un instante,
perdida hacia arriba la mirada. Ya no.
Queda camino, eso sí. De mi paseo de hoy.
Me río para mis adentros de las torpezas que leo
aquí y allá, en carteles, en anuncios por la calle. Pero me río como un chiquillo: son un chiste,
una broma, una chispa que enciende y hace bailar mi alegría. Toda la vida corrigiendo y ya no me
importa. Me he rendido… O casi.
Bastante tengo conmigo mismo; con seguir andando y sonriendo.
Cruzo semáforos, entro en un pasaje comercial; juego
a abrir las puertas automáticas con gestos mágicos. Maldito lo que me importa si a alguien le
choca o no. Bajo las escaleras mecánicas,
bromeo medio minuto con el lotero y nos deseamos un buen día; vuelvo a subir,
dejándome llevar (mi mirada, perdida en el pixelado de una imagen mal escogida
para un mural tan grande).
Y vuelvo a casa.
Respiro largo y blando, en busca de la serenidad que no alcanzo, no del
todo. Un paso tras otro; me siento algo
débil. Ha sido un verano largo y difícil. Hora de ser clemente. Pretendo empezar conmigo.