Meras ilusiones.
Hace tres
meses y un día, lo que suena un poco a aquellas condenas a prisión de comedia
de entonces (no sé ya si de tebeo o de folletín radiofónico)... O a telediario gris y
ralo.
Me refiero a
la anterior publicación en este blog. Y
como tengo un rato libre y ya iba tocando (¿no os parece?), pues aquí estoy:
diría que puntual, pero no. Imposible,
está claro.
Confieso que tuve un rato
de falta de lucidez hace no sé si tres días y abrí una entrada que no duró
mucho rato. Menos mal. Me dio por pensar que había visto la razón
por la que Fermat apuntó aquella conjetura suya en el margen de un libro con el
que estaba pasando el rato saltándose la correspondiente, obligatoria demostración (básicamente porque en ese momento le pareció algo OBVIO) y sin intención alguna de ponerme estupendo, pensaba contárselo al mundo, explicárselo…
Uf.
Menos mal
que lo pillé enseguida. Mientras lo
escribía, en realidad. Si las mentes más
afiladas del mundo no han resuelto el teorema de marras en tres siglos, ¿cómo
lo vas a haber visto tú (sin formación a la altura de las circunstancias) así, zas (y que encima sea supersimple)? Y hasta puse con mayúsculas: NO HE RESUELTO
NADA, ESTÁ CLARO. PERO LO VEO.
Menudo desastre.
(Una
aclaración rápida: lo que yo vi es por qué ninguna triada de números naturales
que cumpla el teorema de Pitágoras podrá
cumplir la expresión del mismo si cambias los exponentes por números naturales
mayores que 2. Nada del otro mundo: eso
está chupado).
Es lo que pasa cuando no te molestas en leerte con detenimiento el enunciado del problema. Pasa mucho en esta vida, ¿no, profes?
Lo peor es
que YA ME HABÍA OCURRIDO ANTES. Sí, exacto, no era la primera vez... Ver la
misma supuesta solución (parcial y mucho, considerando que me dejaba infinitos
casos sin resolver), quiero decir. Y
darme cuenta algún tiempo después de que me había quedado muy corto…
En mi descargo, diré que ocurrió mientras leía un poco intentando pillar el sueño y aprovechar diez, quince minutos de siesta: lo que pudiese. La cabeza iba en automático. Lo que no me deja mucho mejor, todo sea dicho.
Por
supuesto, también lo achaco a que me hago mayor.
Y a aquello del coche que se estampaba con un pedrusco de reglamento,
ja, una y otra vez, en una curva de aquellas carreteras de las de antes... Mmm, antes de salir intacto tras encontrar
su camino a otra realidad paralela. Pero
para lelo, en este caso, yo. No hay
otra.
No acaba ahí. Me reconcome que estas cosas, lo mismo el problema del teorema de Fermat que tratar de ver la secuencia de los números primos hacia el infinito, tienen un dichoso componente de tipo… Espacial, geométrico, topológico, llamadlo como queráis. Y es fácil picar y tratar de dibujar un esquema en el que empezar a ver algún tipo de pauta...
Ay y doble ay. Si “a” es lo que mide el lado de un cubo y “x”
lo que mide el lado de un cubo en su interior y en su mismísimo centro –algo que
restarle al primero a ver si con lo que queda nos sale otro cubo, algo que ya
se ha demostrado es imposible si “a” y “x” y lo que quede son números naturales
distintos de 0 y de 1-... Bueno, yo acabé con una tautología. Se llaman así, ¿verdad? Lo de llegar a una verdad tonta de puro
evidente. Yo encontré que “a” al cubo
menos “x” al cubo era igual a “a” al cubo menos “x” al cubo. Mira tú, de todo menos útil. En fin. Entelequias de matar el rato antes de irme a hacer la cena.
Pues eso,
cosas de hacerse mayor. Aunque aquí la
palabra es “viejo”. Oh, me siento válido
a más no poder y si me conocieras de verdad –cómo pienso, cómo me siento-
veríais que soy un encanto. No un
encanto completo por aquello de que la perfección es mentira, pero ya nos
entendemos. Un encanto de siete con
veinticinco, tirando a ocho y medio en los días buenos y a un cinco pelado
sacado de un cuatro con nueve en los que no, en los que la oscuridad me vapulea y me pone de rodillas...
Viejo. Estoy escribiendo esto mientras en mis cascos
(desde el portátil) suena un disco de hace cuarenta y dos años, uno de mis
favoritos. Las canciones corren sin
compasión, sin más riesgo de detenerse que el tiempo mismo.
Déjame
centrarme otra vez. La entrada, tres
meses y un día después de la que aparece como anterior…
Ahí va. No es mucho,
pero tiene su gracia.
Estoy en un
paisaje de montaña, algo abrupto y lejos de cualquier atisbo de
civilización. La luz es una del final de
la tarde, ya bajando a crepuscular. Miro
la ladera del monte enfrente mío y veo dos árboles grandes, altos, muy juntos;
tienen la misma pinta que dos chopos enormes.
PERO TIENEN LAS HOJAS DE VIVO COLOR VIOLETA. La brisa las mueve...
Y me doy
cuenta.
“Eso es
imposible. Debo de estar soñando…”
Miro a mi
alrededor y me cuesta convencerme. Todo
parece…
“Tan real”,
se me escapa en voz alta. Noto el
frescor del aire a mi alrededor, el relente propio de esas horas. La luz
se nota totalmente natural (como los dichosos números primos y las triadas de
Fermat, por cierto). El suelo es sólido
bajo mis pies. Estoy aquí. Estoy…
Miro hacia
otro lado. Al campo lleno de hierbajos y
flores silvestres, irregular el suelo, la luz del día cada vez más tenue… Y, de repente, dos árboles pequeños con las
copas llenas de flores blancas aparecen ahí.
No los
descubro, no. Tenéis que entender
esto. Los veo aparecer: de la nada a la presencia. Y ahí se quedan.
“TE PILLÉ”,
mascullo mientras se me curva la boca en una sonrisa no exenta de picardía (y una
chispa de ferocidad indignada). Me despierto al instante...
Y claro, no
puedo dejar de darme cuenta. Me pillé a
mí mismo: el viejo que soy y observa pilló al viejo que soñaba… ¡Y montaba tarde el escenario!
No es que
tenga importancia. Si acaso, como decía,
algo de gracia. Una broma del hilar de
la cabeza. Una anécdota, ya está.
Pero da para
un poco de reflexión y un poco de cachondeo a costa de uno mismo. Y da para una entrada.
Hola, soy
Carlos. Sigo aquí.
El mismo de siempre, quizá un poco más sabio. Desde luego, más humilde.
O no. Vete a saber. El tiempo lo dirá...