Sí, es esa novela... 42 / Una charla con el gato.
Al día siguiente, sábado, a primera
hora de la mañana, Rebecca y yo salimos hacia Gales por la M48. La peli
de la tarde anterior se ha retirado a nuestro subconsciente, dejándonos
blanditas y vulnerables pero capaces de pensar en otra cosa.
Bueno,
a mí me ha dejado blandita y vulnerable. Rebecca parece
resplandeciente: imagino que el fin de velada con Phil fue memorable.
Por
mí, bien. Son doscientos y pico buenos kilómetros entre alcanzar Cardiff
y luego tirar hacia los valles mineros. Tres horas de viaje no nos las
quita nadie y la quiero en forma.
Nuestro
destino es un pueblecito llamado Fach Graigbara, uno de los muchos que tuvieron
una mina de hulla abierta durante buena parte del siglo XIX y casi todo el XX,
hasta 1979. La cosa se puso muy mal... Tras el cierre, la mayoría
de los mineros se marchó a buscar suerte a la capital. Algunos subieron
al norte, a buscar cobre.
En
treinta años pasan muchas cosas.
Hoy
día, Fach Graigbara es un núcleo turístico de cierto encanto: los que se
quedaron han arreglado sus casas y han adecentado las calles. Se han
molestado en cuidar pequeños jardines. Han abierto una casa de huéspedes
y dan comidas caseras, abundantes y calientes. Además, siguiendo el ejemplo
de otros lugares, corre por ahí la idea de montar un pequeño museo de la
minería con útiles de cavador, fotos antiguas, un pequeño vídeo, tienda de
recuerdos... Formar parte de la ruta del carbón puede ser vital para
decidir si esta pequeña localidad de Gales se reafirma o desaparece en los
próximos años.
Llegamos
pasadas las once de la mañana, una hora indecente. Había reservado
habitación para las dos en la posada, conque es llegar e inscribirnos.
Apenas hemos visto a unos cuantos yayos, sombras de antiguos hombretones
duros como el pedernal. La mujer que atiende la posada se llama
Cadi. Es de la misma raza de cabellos de fuego que la señora de DeMoors,
pero en una versión algo diferente. Por una parte, se ve más baja y
recia, más tosca. Por otra, es más alegre. Quizá, incluso,
dicharachera. Lleva pegada a las faldas una criatura de apenas tres
primaveras absolutamente preciosa.
-Cuida,
Briallen, cariño, que mamá va a acompañar a estas dos señoras a su habitación.
Los
ojazos de Briallen nos siguen, curiosos, mientras vamos hacia las escaleras
cargadas con nuestras bolsas de viaje. Al poco, oímos sus pasitos
atrompiconados corretear hacia la calle, donde se puede hallar un espectáculo
más interesante: un perro, caracoles del chaparrón de la noche anterior; o las
mismas nubes claras que el viento arrastra en arcos allá arriba, en el azul del
cielo. Se limitará a disfrutar del momento.
-¡Briallen!
-la llama de un grito su madre.
La peque vuelve a entrar en la casa, desconcertada. ¿A qué vienen esas
voces?
-Con
ese bicho que dicen haber visto rondando los campos, no se puede fiar una.
Sí,
tiene razón. Sólo de pensar en la niña tropezándose con la pantera o lo
que sea que haya por ahí, se me ponen los pelos de punta. ¿Cómo lo
aguanta Cadi?
Porque,
seamos claros, algo hay. Rebecca no se apuntaría a una salida al campo a
cazar gamusinos si no esperase encontrar algo…
O mejor, que pase como en Harmey Manor: que me lo encuentre yo y ella
pueda dar testimonio. Una prueba de hasta qué punto se me baje el color
cuando me tope con la fiera de otro mundo...
Despeja
la cabeza, Pam.
Las
escaleras de la posada fueron pensadas por un tiarraco sanote y
fortachón. Son cuatro tramos rompepiernas de puro empinados. Los
escalones, levemente estrechos y algo más altos de lo conveniente, no ayudan.
Cadi
nos abruma con las horas de la comida y la cena, menta la del té tras recordar
de dónde venimos y, por último pero quizá la más importante de todas: la del
cierre del portal.
-No
es la primera vez. Siendo yo una cría, cuando la clausura de la mina,
pasó también,. Estaban los aires revueltos entre los mineros y la empresa;
había mucha mala uva en el aire, y de miedo ni hablamos. Pero aquel
verano, los chicos, en cuanto salíamos de casa, nos olvidábamos de las
preocupaciones que atormentaban a nuestros padres. Lo pasamos entre alcahueteos de si conocías a
alguno que hubiese visto a la fiera. Un par de ovejas muertas, mucho susto
alguno que se la encontró de cerca por el monte, esas cosas.
-¿Y
ahora?
Cadi
se encoge de hombros.
-Ahora
ha vuelto. A ver si se va pronto.
Pone
la llave de la habitación en mi mano y forzando una sonrisa, nos deja solas.
La
habitación es muy cuca, todo estilo rústico pero totalmente nuevo.
Tenemos un baño completo, nevera y jarra para las infusiones. Hay tele; no sé qué pillaremos. A fin de cuentas, Cardiff está cerca, y éste
es el siglo XXI.
Sin
perder un minuto más, nos vamos de caza. Es salir a la calle y los
abuelos curiosones nos empiezan a rondar. Para su sorpresa y alegría, les
prestamos mucha atención. Llevo pilas de sobra para la grabadora y una
memoria auxiliar de repuesto...
-¿Alguno
de ustedes ha visto a ese animal, esa pantera de la que se habla?
El
cacareo de esperar nos desborda.
-Yo
la vi hace mucho, cuando trabajaba en la mina. De entonces a ahora mira
si me he hecho viejo; no como tú, que eres joven y muy guapa, ¿eh?....
(Ay).
-Tú
no viste al bicho, tú viste aquel perro que se dejaron los cazadores de
Reading...
-Calla,
calla: ¿a qué iban a venir de Reading a cazar aquí? ¡Eso es una bola que
se montaron para darle faena al naturalista...
-¿Un
naturalista?
Los
abuelos se debaten por meter baza. En general, parece que se acuerdan del
naturalista, fuera quien fuera.
-Un
chaval de esos de barbita y camiseta por fuera.
Había venido por lo de la fiera.
Pero era tomarse dos jarras de cerveza y escuchar a la gente (que estaba
algo revuelta entonces con lo de los incentivos para alargar la jornada) y empezaba
a desvariar con lo mala que era la empresa, "el monstruo sin
corazón".
-¡"El
monstruo..."! -corean y jalean medio riéndose.
-Que
si nos explotaba. ¡Ya sabíamos que el trabajo era peligroso! Pero
nos quedábamos aquí apretando los dientes para ganar dinero. A veces
llegaban noticias de accidentes y gente muerta, siempre en otras minas.
Aquí sólo tuvimos desazón y nervios… Y,
seguramente, suerte.
Los
otros, ya formales, asentían.
-Estaba
la cosa caliente en aquel tiempo. Hubo broncas de bar, pullazos malos: el
rencor es un veneno. Corría libre el rencor, sin dejar cabeza sana.
-¿Y
decía algo más el naturalista?
Los
abuelos cabeceaban.
-Que
el corazón de la empresa era negro como el de la mina y que no le importaba
tiznar el mundo hasta ahogarlo.
-Hubo
un momento en que pareció que la cosa se arreglaría. El naturalista se
hizo molesto. Y, como él venía por lo de la fiera, le contaron el cuento
de los cazadores de Reading a ver si se iba a dar la lata a otra parte.
Hasta le enseñaron un mastín muerto, grande y oscuro. No sé de dónde lo
sacaron...
-¡Qué
le van a enseñar un mastín! Eso es otra mentira, una "medalla"
que se colgó uno del comité de empresa.
-Ah,
el que se fugó dos años después en el ferry a Irlanda. Ése sí que acabó mal.
-Mucho.
Nos
dejan en blanco. No sé si quiero saber el final de la historia; jolines,
si yo he venido aquí por lo de la pantera...
-¿Ya
las están mareando estos viejos? -se nos ríe Cadi de camino a la tienda del
pueblecito.
-¡Y
de qué manera! -se ríe Rebecca a carcajadas, poniendo a la viejud en pie de
guerra.
Comemos
como reinas, cortesía de Cadi. A eso del postre, la posadera nos presenta
a su marido, otro hombretón de tomo y lomo. Hay que ver cómo los crían en
los valles... Él, tan amable, con la pequeña Briallen en brazos -ajena y
cantarina en su media lengua- nos hace un recorrido puntilloso de todos los
dimes y diretes que corren por el lugar acerca del felino misterioso: una
colección de recuerdos de antaño, avistamientos poco fiables y trolas
descaradas.
-Y
usted, ¿qué opina? -trata de sonsacarle Rebecca, cada vez más metida en su
papel de sidekick reporteril.
-Espero
que sólo sea un mal sueño y pase pronto.
Después
de eso, silencio.
Al
rato, un toque de teléfono despierta otra vez la inquietud de Cadi: han visto
al animal apenas a un kilómetro del pueblo. Me envaro tan rápida que se
me bajan los calcetines hasta los tobillos.
Pedimos
indicaciones: ¿Hacia dónde enfilamos el coche?
Llegamos
en un periquete. Por la zona, un par de paisanos curioseando, un agente
de policía del cuartelillo más cercano -en Sarn Goch, por lo que se lee en los
parches de su uniforme- y el pastor protagonista del encuentro. Un tipo
ojeroso y temblón.
Parece
que han encontrado lo que parece una huella borrosa. No sé, podría ser un
fallo del camino.
El
policía se lamenta:
-Mi
compañero pilló las vacaciones el día antes del primer avistamiento. El
día de antes. ¿Saben la de gente que llama para pedir un agente porque
han visto un animal grande y extraño por ahí?
Durante
el resto de la tarde, el marido de Cadi, que ha recibido instrucciones muy
claras de su señora esposa, nos lleva por el pueblo y nos presenta a la
gente. La conversación es ligera y cercana, llena de notas ominosas que
no llevan a ninguna parte. Nadie ha visto a la fiera, en realidad; no en
Fach Graigbara. Fuera de casa, nadie da más de tres pasos sin lanzar una
mirada rápida de reojo por encima del hombro. Por si acaso...
Esa
noche, el gran gato viene a mí.
El
lugar parece la vieja tienda del pueblo, con frascos de caramelos duros a la
vista. El bicho parece una pantera negra, pero está de pie sobre las
patas traseras y apoyándose en el mostrador de madera con su codo
derecho. Los ojos son dos ascuas, avivadas a capricho por ramalazos de
brisa.
-¿Qué
deseas? -digo, por afrontarlo de alguna forma.
-Sólo
hay un misterio importante ahora, Pam -hace crujir ronco el inglés en su
garganta leopardesca. -Y lo has de resolver viviendo.
-¡Vaya,
has venido a por nosotros! -desvarían los gemelos Plengo, salidos de algún
lugar a mi espalda. -Llévanos a casa...
Despierto
envuelta en sudor. Sé de qué habla.
Del
miedo que todos llevamos dentro.