Sí, es esa novela... 32 / Harmey Manor tiene su encanto.

 

No pasé más de dos horas en El Can Galán, pero ahora es como si fuera de la familia.  Probablemente sea por lo que le solté a la superjefa cuando me despidió, Adriana DePail mediante y delante.  ¡Ruge, Pam, ruge!  ¡Rwaaargh!

    Os ahorraré la cadeneta de asteriscos y otros signos de las partes derecha y superior de las teclas del ordenador, los típicos *´^`%·# que se suelen usar para simbolizar los tacos...  ¡Vaya, no os los he ahorrado!  Pero no los hubo.  Una tiene cierta educación.  Aunque sí le di a lo que podríamos llamar "humor de agencia de viajes" (la mandé a... muchos sitios exóticos, vamos) y, si no recuerdo mal, reduje su dignidad y principios a los de algunos parientes de las lombrices.  No entraré en si de tierra o intestinales.

    Total...  Debí de cumplir los más salvajes sueños de más de una de las peluqueras, un puñado de esclavas siguiendo el ritmo de las tijeras más rápidas.  Es el gran adelanto desde la época de los galeotes: te ahorras al tío del bombo.

    De esas dos horas, en los primeros veinte o veinticinco minutos les conté mi vida entera; con pelos y señales, lo normal en una peluquería.  No es que yo quisiera, pero es lo que tiene la profesión. 

    A veces, dar conversación es simplemente abrir las puertas y dejar que el otro se explaye.  El MI5 no me hubiese sacado un dato más ni estrujándome como una bayeta mojada en la pila de la cocina;  y es que la que vale, vale, y acicalar mascotas te da tablas como para montar una réplica en pino de la muralla china escala 1:1 porque no sólo le das palique al bicho que tienes entre manos y llevas su parte de la conversación con voz de muñeco de guiñol; es que pillas al vuelo a cualquiera que tengas cerca, sea otra peinadora o, menos es nada, un loro con un buen repertorio. 

   Mi interrogatorio fue una admirable muestra de toma y daca, con preguntas lo bastante poco intrusivas como para hacerme ir soltando cuerda pero tan personales como la foto del pasaporte.  Me fueron arrancando el esbozo de mi retrato robot con paciencia y cierta astucia subyacente,  solapadísima, imposible de calar en los rostros bonachones de las muchachas.  Para cuando llevábamos media hora, ya se me sabían de memoria y les aburría mi cantinela...  

    Pero sacaron en claro que: A) no iba a durar mucho ahí y B) que sabía de letras. 

    Lo que nos llevó a la fiesta del Pub de La Urraca Nuclear, y a la emocionante posibilidad de trabajar para una revista de marcianos y fantasmas que Randall la de Dover (todos somos de ahí) urdió como divertimento (y con una buena voluntad a prueba de hoguera de la Inquisición) mientras le lavaba el morro a un Sharpei.

    Ahora tengo un encargo.  Es Jueves, Ben está vendiendo gladiolos a depresivos agudos y me he leído de pe a pa el dossier de Harmey Manor.  Conque meto en el bolso un cuaderno y una pluma vieja recién cargada de tinta y salgo pitando escaleras abajo.

    No hago más que llegar al portal y veo a Rebecca parando delante de mi puerta.  Así, así: llevando la puntualidad británica hasta límites paranormales. 

    Me pongo de copiloto y rompo a reír.  Esto es ridículo.  Son las ocho de la mañana y voy de cabeza hacia una zona caliente sobrenatural en medio de la campiña inglesa.  Me sé de carretilla el dossier de la casa, he oído grabaciones que ponían los pelos de punta, uf.  Por suerte, tengo un arma secreta: llevo a Rebecca conmigo, y eso es casi tan bueno como ir con Jill. 

    Jill se partiría la caja con cualquier aparecido que nos saliera al paso; ya podía el espectro ir haciéndose intangible o se llevaría un buen meneo en las muelas.  Pero con Rebecca eso no va a ocurrir: lo estaremos esperando nosotras y lo dejaremos descolocado con un  simple "¡Ya era hora!".

   Siempre lleva un buen rato salir de la ciudad, incluso en verano. Le pregunto qué tal con Phil y le da la risa tonta.  Para confirmar mi confianza, Rebecca toma sin preguntar por la M1 y para en una gasolinera a llenar el depósito.  Nada más vuelve al coche, me alarga el ticket de caja.

    -Ya me lo pasarás a su tiempo -concluye.

    Nos ponemos en marcha hacia el norte y luego al noroeste.  Vamos cantando los éxitos de mil novecientos ochenta y tantos que van poniendo en la radio.  Un rato después llegamos a nuestro destino, en un pueblecillo no lejos de Nottingham. 

    Harmey Manor se levanta en lo alto de un repecho, sólida y solemne.  Viva la arquitectura patria de finales del diecinueve.  Tiene sus muros de piedra y sus ventanales altos, su jardín algo descuidado y su verja de peli de terror.  Hay una recepcionista y una guardia de seguridad en la entrada de la casa; por lo que veo, todo se controla con cámaras de vigilancia.  Nos cobran entrada (sufre, hucha de "Morlaco"), porque los dueños de la casa han decidido abrirla al turismo a lo grande y hay, digamos, "actividad" artificial dentro de la casa para ir explicando a los visitantes el historial fantástico del lugar.  Experiencia Inmersiva Interactiva, que la llaman.  Una atracción más en el vasto paisaje encantado de Gran Bretaña.

     -¿Vamos? -urge Rebecca.

     Me giro y sí, hacia donde ella señala ha aparecido el primer susto del día: el holograma de una mujer pálida, joven y vestida con trapos muy antiguos se alza en medio del corredor enfrente nuestro.  Jolines.  Rebecca va con confianza hacia el falso fantasma, que susurra en stereo envolvente sus quejas quebradizas.  En un panel lateral, cartulina impresa en placa de metacrilato, figura la triste historia de aquella visión.

    -Mordida por una comadreja en 1737 tras la pérdida de su novio, fugado a las Antillas, la joven Angelica Harmey-Locusties acabó sus días vagando por la casa mientras sucumbía al proceso febril de la tiña ratonera -revela Rebecca con su mejor voz de "no aprendí a leer en alto en la escuela".

    Suspiro, saco el cuaderno y tomo nota del nombre, la fecha, las pintas, la causa de la muerte.  Pongo tres caritas simples con los pelos de punta para indicar el grado de horripilancia del holograma. 

    -Anda, tiremos por ahí.

    -Mmmmh.  Bien.  Si quieres.  Ve tú por ahí, yo iré por este otro lado.

    Me alarmo un montón, pero no está la cosa como para hacerse la cobardica...  Ah, al cuerno.

    -Rebecca, por favor.  No me dejes sola aquí...

   -Céntrate en el reportaje, Pam -y se larga por detrás de una puerta.  Viva el apoyo moral.

    La verdad es que la casa no da miedo.  Vale, es lóbrega, lo bastante para dejar ver bien los hologramas y dar un poquito de mal rollo cuando oyes las grabaciones en supermegaspecialsound envolviéndote la cabeza, desde el susurro suavísimo que una intenta negar desesperadamente hasta que la cosa se vuelve tan evidente, aparición incluida, que casi alivia. 

    Ése es el rato malo; el resto es tomar notas y más notas, hacer agenda mental a ver si todo cuadra con lo que recuerdo del dossier y controlar el reloj.  Tampoco es cuestión de quedarse aquí más de lo conveniente... 

    La casa es muy grande.  Hay montones de cosas chulas puestas en vitrinas y colgando de las paredes, por lo general objetos que quedan de los viejos habitantes del lugar, gente de alcurnia sin más ocupación de interés que chincharse la vida unos a otros (y a los vecinos por variar).  Clepsidras, trajes, gafas, gemelos, pipas, mapas, retratos, camafeos, anillos, misales, poemarios, urnas mostrando grillos y chicharras disecados, armas de todo pelaje y condición (con filo, sin filo, con balas, sin gatillo, ¡incluso de piedra!), tapices con ciervos, tapices con zorros, tapices con abuelas cotorreando, cajitas de música, pantuflas para los días fríos, de todo. 

    Cuando miro la hora me doy cuenta de que llevo aquí dos horas y media largas, estoy cansada y claramente perdida.  ¿Por dónde salgo?

     Ay, mira, un celador. 

     Le pregunto, me sonríe y me indica una dirección.

     -En dos minutos estará abajo.

    Conque le doy las gracias.  Qué majo.  Eso sí, les podían dar un uniforme más moderno.  El pobre lleva ese gris desvaído y ese pardo de no lucir que manda narices...

    En la entrada, Rebecca charla tan pancha con la recepcionista y la guardia de seguridad.  Se vuelve hacia mí y sonríe, con una broma en la mirada.

    -¿Qué tal la visita?

    -Ya te vale.  Bueno, ¡me he perdido!  Menos mal que me ha echado una mano ese celador tan amable de la segunda planta...

   Rebecca mantiene la sonrisa y la mirada, que al bajar un poco la cabeza parecen aún más cómplices.  Entonces veo detrás suyo a la recepcionista y la guardia de seguridad lívidas y con pinta de ir a escurrirse dentro de sus uniformes de un momento a otro.

    -Justamente me estaban comentando estas señoras que hoy no ha venido nadie más que nosotras.

    La recepcionista pica en todas las cámaras a toda velocidad.  La guardia se ajusta el nudo del corbatín….  No.  No se molesta en comprobar el arma reglamentaria de la empresa.  Creo que está intentando alcanzar con los dedos algo que lleva colgado del cuello por debajo de la camisa.

    -Nadie más -recalca Rebecca.

   Un escalofrío de los buenos me recorre el espinazo de arriba a abajo.  Y luego otro.  Genial, ya tengo final para el reportaje.



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