Sí, es esa novela... 21 / Un retrato de la perfección.

 

Conque siento a Phil -antes Mr. Perkins- en su butaquín de cuero con cojín de la Venus de Botticelli, le seco las lágrimas y lo someto a una concienzuda invasión de su intimidad.

    ¿Dónde consiguió la sonaja de conchas?  ¿Cómo, por todos los fantasmas con matrícula de sagrados, le habían permitido los snobs de la torre colgarla sobre su cabeza en la recepción?  ¿Por qué el tacto del nácar curvo producía adicción instantánea, igual, igual que las palomitas de maíz un poco más saladas de lo habitual o jugar a los dardos en un pub lleno a rebosar? 

    Y, lo más importante, ¿a quién le recordaba? 

    Porque, seamos serios, no te encariñas con un zarrio carente de toda utilidad si no lleva pegado el recuerdo de otros ojos, una risa, algunas cenas sorprendentes y una experiencia ridícula con un medio de transporte...  ¿De acuerdo?  De acuerdo.

    Como cualquiera de nosotros, Phil Perkins tiene su propia lista de respuestas a esas preguntas: y ahí va...

    Los ojos eran de un violeta transparente con pintitas de beige.  Menudos ojos.

   La risa, el único comentario a su pretensión de pesar una sandía en una vieja romana de tienda de pueblo durante una salida a la campiña, enfriando sin remedio la posibilidad de un muy deseado revolcón (pero no la picadura de un puñado de avispas con el mal genio de un pez globo en una pecera llena de vinagre). 

    Las cenas se ensartaron una tras otra cierta primavera, hace tanto tiempo que la atmósfera del mundo ya no huele igual. 

   Y de lo de los patines rosa de discoteca para repartir el correo de la mañana en la planta yuppie de su antigua empresa, Add Libidum, mejor no mentar una palabra más.

    Para cuando termina de suspirar recuerdos, todos los ojeadores del MI-6 han abandonado la escena del interrogatorio (y, extrañamente, tengo una tarjeta de visita de DeMoors en mi bolsillo).  No es justo, Phil está moquitoso y poseído de una coherencia mental similar a las trayectorias de una bola de futbolín en una tarde de cervezas y apuestas con los amigos.

    Se llamaba Rebecca.  Qué suave y qué cálido.

    Phil se toquitea unos dedos con otros mientras desgrana las gracias de su amada con la cabeza gacha:

    -Nunca pudo entonar dos notas seguidas, ni siquiera de la canción del verano. En una ocasión, salimos a disfrutar de los cánticos matinales de los pajarillos en Surrey.  A mi Becky la traicionó el gozo de tan idílico momento, y se arrancó a acompañar a los plumíferos...  El sol se detuvo en el cielo y echó marcha atrás, intentando volver a ocultarse por el Este.

    Con la paciencia de libro de un detective de los de siempre y echando de menos un chute largo de morfina, sigo tirándole de la lengua al hurón de portería.

    -Era buena con la cámara de fotos.  Me retrató junto al Canal con una estrella de mar en las manos, con un pulpo en la cabeza, junto a los acantilados, cayendo de los acantilados...

    Aquí, la alegría inconsciente me huele a meta. 

    -Fotógrafa...  Phil, ¿sabes si expone en alguna parte?

    El pobre Perkins musita un "No" y se sorbe los mocos con ese gesto de disimulo inútil que hacemos todos: pasarse la manga por la cara, en un intento de componer lo demasiado descompuesto como para tener arreglo.  Una vocecita interior con el amargo sabor a veneno de la vergüenza me llama la atención sobre las iniciales de Phil.  Que son las mías.  Maldición.

    ¿Te gusta ser todo el mundo?

    Vale.  Dónde están las riendas de la vida...  Ah. Aquí.

    -¿Un apellido, una dirección, una factura de la modista...?

    -Ryatt -le sale en su susurro de vencido, la única voz coherente que le he conocido. 

    -Rebecca Ryatt.

    -Sí.

    -Mmm.

    -¿Qué?

    -Disculpa.  Demasiada aliteración para mi tranquilidad mental.  A los cinco años, pensaba que todos vivíamos dentro de una serie de cómics.  Nada.  No importa.

    Phil se queda boquiabierto.

    -¿En una serie de cómics?

    -Lo dicho, déjalo correr.

    -Pero, pero, ¿de aventuras, del espacio, romántica...?

   -Siempre romántica.  Era decepcionante, yo hubiera preferido lo de las aventuras.  Ni punto de comparación... En fin.

     Me echa una mirada de tanteo larga, sin tacto ninguno.

     -¿Las visitas con la psicóloga, bien...?

     Le hago un mohín desdeñoso.

    -No te escaquees.  ¿Última dirección conocida..?

    Phil suspira.

   -Se mudó a los dos meses.  Secreto total.  El único absoluto del Universo, si quieres mi opinión.  Ni aunque le sacaras punta al olfato de una jauría de sabuesos, nada.  Rebecca existe, pero no vive en ninguna parte.

    -El colmo de un banquero.

    -¿Lo qué?

    -Una hipoteca perdida.

   -Para hipotecas estoy yo...  Oh, le gustaba dárselas de adivina.  Lo mismo tiraba el tarot que te leía las ojeras.  En adivinación del pensamiento, lograba un sorprendente 16% de aciertos.

    -Guau.

   -Eso decía mi pekinés.  Y mira, cuando al pobre bicho le dio por atragantarse con un hueso de perdiz justo después de augurarle una vida larga y llena de esquinas con olores interesantes, apenas pudo maltoser el equivalente canino a un "no puedo creerlo" en jerga del puerto de Cardiff antes de cascar.  

    -Vaya.

    -Sí.  Más complicado que el alto mandarín y, en cierto modo, más emotivo.  Al buen "Putts" le iba la teatralidad.

     -No me imagino de dónde pudo sacarlo.

    -Ni una puñalada baja más, oh cruel destructora de sonajas.

    -Lo siento mucho.

   -Pues eso.  Rebecca Ryatt, lejana a la canción melódica, con pericia fotográfica, telépata por ilusión y pronosticadora de eventos que siguen sentados en la sala de espera (odiosa música de fondo incluida).  Ojos de acuarela lila, la risa por pasaporte y amor de mi vida. 

    -No es mucho.

    -Ya.  Y, a la vez, lo es todo...

    Asiento solemne antes de dejarle soltar la última perla.

    -Oh, por cierto; creo que entró a trabajar una temporada de acomodadora en unas multisalas. 

       Cielos.  No.

       Rebecca la Muerdehierros no.


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