Sí, es esa novela... 20 / Violencia casi gratuita: por el precio de un refresco y un frenar de suelas.
-¿Jill?
Me han despedido. Y no te vas a creer lo de Rye...
-Sirve
para hacer whisky, lo sabe cualquiera al norte del muro de Adriano...
Espera, ¿te han despedido?
La
charla lleva un rato. El móvil me calienta la oreja izquierda.
Mientras, sigo apostada delante de la entrada principal de la torre que aloja Editors From Alexandria, mirando con
ojos láser al recepcionista, oculto tras su cuaderno de sudokus para
catedráticos de ciencias puras. El bastardo sabe que estoy aquí, pero
maldito si se va a permitir demostrarlo.
Sin
soltar la charla, entro en un bar. Compro una botella de refresco en una
cafetería cercana; me cuesta casi seis minutos evitar que el camarero me la
abra. ¡Maldita, servicial Inglaterra! Lucho, me cuesta la
compostura y un pulgar dolido de tanto aferrarme al botellín. Pero salgo
de ahí victoriosa.
Cuando
entro en el hall de la torre pisando acelerada la rosa de los vientos (y sus
incontables rumbos favorables) el recepcionista se levanta
alarmado. Chilla "¡No, no, no...!"
Y
no, no, no le hago caso; alzo el botellín sobre mi cabeza y lo arrojo,
revolucionaria, con todas mis fuerzas. La sonaja de conchas explota en
miles de astillas nacaradas. Al recepcionista la voz se le ahoga y todo
seguido le renace en un aullido de pérdida, las heridas cubiertas de sal; los
endiablados escondrijos de las cifras de los sudokus, olvidados. Sin
importancia ya.
Me
paro un momento a recuperar el resuello. Del ascensor sale, premio a la
inoportunidad continua, el genial DeMoors.
-¡Espere...!
No me estaba yendo a ninguna parte, pero ahora me parece buena idea hacerlo.
Les
dejo una mirada de desprecio puro, un desprecio de nueve mil kilotones.
El recepcionista lloriquea sordo sobre los restos de su sonaja. DeMoors
corre, intentando alcanzarme...
Vaya.
Es rápido, hay que reconocérselo. Se me planta delante, justo entre la
puerta de la calle y yo.
-La
recuerdo. Usted leyó mi libro.
Sólo
veo un pobre hombre lleno de ansiedad, sin saber de qué va tanto desplante.
Mi
huracán de rabia vengativa se deshincha del todo en un último suspiro, pintado
de nubes grises de las que ladran pero no muerden.
-Era
un buen libro.
-Me
alegra que le gustara -dice, en el mismo tono con que podría decir "¿Pero
yo qué le he hecho?"
El
móvil pende en mi mano, la vocecilla de Jill intentando saber si estoy
bien. No, no lo estoy. Y ya no tengo ganas de seguir
corriendo. Me acerco a la zona cero del desonajamiento, me arrodillo al lado
del recepcionista y empiezo a recoger las esquirlas de concha hasta hacer un
montoncito. Me encuentro apreciando el tacto suave de las curvas de nácar
y su brillo jabonoso. El recepcionista no deja de llorar. Lleva una
placa en la que pone "Phil".
Ni
siquiera sabía que se llamara así. No me había parado a leerlo. Le
paso un brazo por encima de los hombros y empiezo a acunarlo. Le susurro
un “Lo siento, de verdad que lo siento" y lo beso bajo la gorra de plato
soviética. Tiene el pelo fino y escaso.
No
voy a dejarlo ahora, no así. "Es usted una buena persona", ha
dicho Rye. ¿De verdad? No creo, Rye. Una buena persona no
habría cometido ese sonajicidio a lo bestia; no, una buena persona sabría
cuándo va a romperle el corazón a otro ser humano. Y tomaría otro
camino...
De pie, indefenso ante la tormenta de dolor que tiene ante sí, DeMoors nos contempla en silencio.