Sí, es esa novela... 18 / Un engarce de plata que quisiera brillar bajo la luz de estrellas ignotas.

 

Me gusta el olor del aire después de la lluvia.  Todo está algo más fresco y limpio; disfruto de lo tardío de la caída de la noche...    

    Aquí y allá se ven aparecer puntos de luz.  Los primeros, los planetas, vivos y gruesos.  Y más tarde, con la llegada de la oscuridad, las estrellas: apenas unas motitas discretas, dibujando quiebros en la imaginación de los tristes que aún tienen tiempo de levantar la vista al cielo entre suspiro y suspiro.

    Sólo en la de los poetas, heridos tarde o temprano.  Sólo en el diario de los soñadores.  El resto anda perdido entre asuntos menores, nerviosos y ciegos. 

    Son otros tiempos.  La gente ya no pasa la noche al raso, sumida en la oscuridad y con el silencio dentro de sus orejas, atenta a las voces de los animales nocturnos.  Nadie vela en la cubierta de un barco, los ojos hacia lo alto, sobrecogidos por la belleza de la inmensidad que sugieren todos esos puntitos blancos, incontables...

    Aquí, desde la calle, apenas se distinguen cinco o seis estrellitas tímidas.  Hay que buscarlas y luego mantenerse al tanto, no sea que desaparezcan.  Pero están ahí.  Y titilan, frágiles. 

    Es facilísimo dejarse embaucar por su hechizo.  El alma se pone cómoda sin remilgos, los suspiros salen suaves y a menudo.  Y al rato, una va notando un dolor de cervicales de cuatro pares de higos chumbos.

    Guardo en la mano el colgante que me ha regalado Ben después de salir de Correos.  Estaba en el escaparate de una tienda de pingos y yo, pinguera sin talento, me he puesto a chorrear admiraciones en voz alta sin pararme a pensar en el adulto agradecido que tenía al lado...

    Es un ojo de Horus, pero en vez de iris y pupila tiene un corazón atravesado por una flecha.  Total, que el amuleto de marras es de plata y mi amigo se ha gastado lo que le quedaba en la cartera para sacarlo del escaparate y ponerlo a mi alcance.

     Y no ha importado cuánto le protestara, Ben no me ha dejado pagárselo.  Ha dicho que era lo menos que podía hacer, y que bueno, tenía más valor porque ahora sí estaba totalmente arruinado y así a su buena suerte no le iba a quedar más remedio que conseguirle un agente y un contrato por el libro pero ya.

      ¿Qué le iba a decir?  "Gracias.  Vamos a cenar algo y esta vez invito yo".

    Acabamos en el Rumbling Café.  Ben parece encantado.  Me comenta que es uno de sus lugares favoritos pero que no viene mucho: le coge lejos de casa, y sus amigos suelen  quedar en otros lugares...

    No le digo que vivo a cuatro manzanas.  La idea de callármelo me urge y me intranquiliza a la vez.

    Cenamos y charlamos. La conversación va desde la última película de Dick Lang (su mejor chiste se ha hecho famoso, ya sabéis: "No, no llevo una mazorca dentro de los pantalones.  Es mi hámster, se llama Trixie y echa de menos Delaware") a lo bien que le sientan las horquillas de cuatro colores a la chica de la barra.  Gasta un peinado retro sencillamente imposible, que ha terminado sujetando con cuatro pinzas de ropa en blanco, verde, amarillo e índigo.

    Después damos un paseo largo.  No nos cansamos de vagar riendo y asombrando al otro.  Se nos han venido encima las luces del crepúsculo: el cielo claro y apagado, las farolas prendiendo en hilera (o es mi vista la que se engaña creyéndolo así). 

    El tiempo ni corre ni se demora; el tiempo no existe, ha tenido la gentileza de dejarnos a  nuestro aire, libres al fin.  Y ahora mismo, no necesito nada más...

    Vuelvo a casa envuelta en la alegría de toda esa tarde.  Ya no me pesa nada; la culpa se ha desvanecido.  Me siento nueva, me siento entera de nuevo.  Y...  lo diré.  Estoy feliz.

    Me apoyo en el alfeizar a disfrutar con el brillo de las tres estrellitas que se adivinan desde aquí.  Son las mías; las adopto y decido someterme a su protección.

    Dadme sueños, les susurro.

    Mañana...  No, ya es mañana.  Hoy es jueves.  Los lunes suelen llegar originales.  Vale, hoy mismo me pasaré por Editors From Alexandria y les ahorraré el sobre y el sello. 

    Ahora tengo un trabajo digno y es el mismo de hace una semana: leer la obra de otros.  Y darle salida a todo lo que merezca la pena.  Es un trabajo noble y maravilloso: ayudo a llenar al mundo de ideas buenas.  Sí, hoy mismo, en cuanto me levante.  Y pienso ir de punta en blanco.  Que se note que soy alguien especial.

    Llamo a Jill para compartirlo con alguien.  Me contesta a gritos que son las dos de la mañana y que si estoy chiflada o qué.  A mí me sale un "sí" entre unas risas tontísimas.

    Sale el sol, pero no me entero.  Estoy serrando troncos con el entusiasmo de un primerizo en su primer cuarto de hora en los bosques canadienses.  Para cuando se me abren los ojos, ya no quedan noticias en la televisión: han deprimido al país entero un día más y mira, ya tenemos en marcha los programas matutinos y la teletienda.  ¡Qué bien!  ¡Cuántas sentencias sin fundamento!

    Salgo de casa con mis vaqueros nuevos y una blusa larga y blanca; en los pies, mis zapatillas ligeras de color hueso.  Llevo el colgante de plata; está fresco, es una delicia.  Me he echado a la espalda una mochila diminuta, también blanca.  Y no puedo evitar sonreír.

    Al llegar a Editors From Alexandria, me hacen pasar inmediatamente al despacho de Adriana.

    -Pam, querida.  ¡Qué bien te veo!  Toma, es tu liquidación.  A partir de hoy no necesitaremos más tus servicios...


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