Sí, es esa novela... 12 / Servicio y recompensa.

 

    -Mr. Least...

    -Por favor, llámeme Ben.

    -Dígame que tiene el original en alguna parte, Ben.

    Se rasca la coronilla.

    -Me imagino que sí. 

    La sonaja recibe alegre otra visita y yo maldigo entre dientes la agenda del don de la oportunidad.

    Ben es amable, Ben es solícito.  Ben nos va a dejar esperando.

    -¿Qué desea, señora?

    Es una ancianita.  Saca un fragmento de cerámica rota, esmaltada en olas blancas y azules.

    -Quiero una maceta como ésta. 

    Ben coge el trocito de maceta con delicadeza.  Son unas manos muy grandes, pero cuidadosas.  Prudentes.  Seguro que tienen nombre. La izquierda es Lula, la derecha Rhonda.  A la hora de trabajar en equipo, su único problema será cuál desiste antes de tanto ceder el paso.

       -Ah, qué suerte...  Me queda una idéntica a ésa que trae rota.

       -No está rota, es el desgaste.

       Ben se traga los siguientes cuatro o cinco pensamientos y le alcanza el repuesto:

      -Por supuesto.  Son 50 peniques.

      -Caro, ¿no?

     -Son cada vez más escasas -deja caer Ben, pero la ironía patina en el oído de la venerable molestia.  Está demasiado ocupada gruñendo mientras hurga en un monedero que ha conocido la posguerra.

    -...Cuarenta y cincuenta.  Pronto no podrá una ni dedicarse a la jardinería.

    -Qué razón tiene -admite Ben, impávido.  Me quedo con la boca abierta y Jill se vuelve para reprimir (mal y entre dedos temblones) una risita gutural.

     -Mrmpf.  Buenas tardes.

     -Adiósmuybuenas, vuelva pronto...

    La vieja casi se choca al salir con dos adolescentes granujientos.  El de delante es el romántico que no ha hecho esto en su vida y el de atrás el amigo que viene a apoyarle moralmente con una sonrisa vacilona a flor de boca.  Seguro que pilláis el cuadro.

      -Hola.  ¿Qué queríais?

     De repente, el de los refuerzos se echa medio metro aún más atrás y el otro se acerca, inseguro, al mostrador.  Entre esos dos amigos podrían pasar Moisés, el pueblo fugitivo y un montaje de Hollywood con todo el ejército egipcio bailando a mayor gloria del faraón.

    -¿Me vende una rosa?

    Ben pone voz de complicidad:

    -Claro.  ¿De qué color?

    -¿Tiene rojas?

    Ben finge hacer memoria.

    -Voy a mirar.

    Y se mete en la trastienda.

   El chavalín nos echa un reojo molto fugace y se concentra en la cortina de pirulos de plástico por la que ha desaparecido Ben.  Si le pone un poco más de intensidad al asunto, podría empezar a fundirla.

    Por suerte, siempre puedes contar con Jill en estos casos.

    -Con una rosa roja la tendrás en el bote.

    El pánfilo cobra vida de nuevo y se medio gira, un pastel de nata de timidez.

    -Sí, ¿no?

   -Por supuesto -le da confianza Jill después de callarse lo tonto que ha sonado eso. -Una rosa roja le deja claro a una chica cuánto te gusta. 

    -Eso es lo que quiero...

    Jill se arrima al chaval.

    -Tiene clase.  Es un acierto seguro -remata, y se queda delante del pobre crío echándole esa mirada dulce suya.  

    El hechizo dura lo que unas centésimas de suspiro.   Fuera de plano, el otro figura se ha tropezado con un tronco del Brasil crecidito y casi causa una víctima mortal más a la selva tropical. 

    Ben sale de la trastienda con expresión de victoria.  Lleva una rosa vestidísima de verdor, lazo y celofán.

    Al chico los ojos le hacen chiribitas.  Ben le ofrece la rosa.

    -Cuidado con las espinas.

    -¿Cuánto...?

    El cambio se cae al suelo de losas color teja.  Dos veces.  Y por supuesto, el chaval se pincha y se chupa con urgencia esa cortinilla de carne entre el pulgar y el índice.

     Pero se va radiante.

    Su amigo le echa un último vistazo y una sonrisa a Jill.  Ella le hace el típico gesto de espantar a un moscardón.  Don Apoyo Logístico huye puerta afuera.    

    Ay.  Material para desvariar delante de unas cervezas.

    En fin.

    -Creo que estorbamos.

   -No... Es un día tranquilo, la verdad.  Es sólo que no es buen momento para buscar ese original, eso es todo.

     Entra otra clienta.

     -Será mejor que te deje mi número.

    -Sí -coincide Ben.  Me pongo a rebuscar en el bolso, pero no hace falta: mágicamente, me ha puesto delante un boli y una hojita de papel para notas.

    Fíjate.  Papel rayado en lila claro. 

    Hacía siglos que no veía una cosa de éstas.  Y él se vuelve hacia la clienta…

    -Usted dirá.

    -Quería una maceta de petunias.  Blancas –susurra ella.  Es una mujer pequeña y gris.

    -Tengo unas preciosas por aquí...

    Mientras, escribo mi nombre completo y mi número de teléfono con la letra más clara que puedo. 

    Es mi vergüenza y mi tormento.  No pude ingresar en la facultad de medicina porque la secretaria no pudo descifrar mis datos de matrícula.  Una vez visité una exposición de caligrafía oriental y acabé huyendo a toda prisa: el comisario y las azafatas, airados, se sintieron en la necesidad de lapidarme...

    Vale, todo es mentira.  O casi.  Sólo me sale una letra decente si me esfuerzo.  Si no, cualquier apunte es una playa llena de hormigas mareadas.

     -Ésta es muy bonita, ¿no le parece? -la anima Ben.  -Las tenemos de oferta.  Sólo una libra.

      La mujeruca asiente.

      -Y una tarjetita de éstas -pide la cliente.  En la tarjeta pone "Ponte bien pronto".  

     -Buena elección -le dice Jill con una sonrisa llena de compasión. Entran tres clientes más.

     -Va todo incluido -abrevia Ben.

      Dios, me cae bien este hombre.

     Hala, Pam.  Termina.  Ponle tu dirección también, por si acaso.

     La mujer paga y se va.  Aparece otro cliente.  Esto se llena.

     -Nos vamos.

    Ben asiente.  Le viene una sonrisa rápida, ensayada, de mostrador.  Pero en los ojos hay un "gracias".

     -Hola, ¿Qué va a ser...?

     Salimos de ahí.  No llevamos ni dos manzanas cuando Jill me para:

     -Espérame un segundo, ¿quieres?

     -¿Qué...?

     Y sale pitando de vuelta a la tienda.

     Bueno.  Pues vale.  Me quedo ahí, esperando.  Cielos.  Ha sido un día movido. 

     ...No.  Ha sido un buen día.

    Tengo un libro y un escritor.  Detrás de todas esas nubes allá arriba, debe haber un sol.

     Tengo...

     Llega Jill, jadeando.  Una sonrisa de oreja a oreja.

     -Vale.  Vete.

     -¿Qué dices, Jill...?

    -¿No lo has oído?  Se le había ido el dependiente.  Bueno, ¡me ha aceptado! Ya he llamado al cine y he dimitido.  Tengo que volver, hay mucha gente...

     Parece que se va.  Se vuelve un momento, me abraza fuerte y me da un besazo, riéndose feliz. 

     Y sale corriendo otra vez, con alas en los pies y el cielo dentro de la cabeza.


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