Sí, es esa novela... 11 / Donde la Esperanza florece
En menos de diez minutos, Jill y yo
elegimos las tiras con más blanco y las apartamos. Después, nos ponemos a
jugar al encajado creativo y a los errores por cometer.
Aquí
no tiramos de cantos, esquinas ni cielos azules. La arquitectura es otra,
de líneas completas y palabras con sentido.
No
dura mucho.
Al
final, tenemos un nombre y una dirección: Benjamin Least, 17 Earning St.,
Londres.
-Cerca
-dice Jill.
Me
la quedo mirando con cara de pasmo.
-Venga,
Pam. Podría vivir en cualquier parte. En Gales, en Johannesburgo...
Pero no. Sólo hace falta coger el autobús.
-No
lo había pensado...
-O darnos un paseo. Pero, primero, comamos algo.
Miro
el reloj. Ahí va, qué horas se han hecho...
Jill
escribe la dirección en una hoja de libreta. La arranca y me la mete en
el bolso. Luego la copia otra vez y deja la libreta al lado de mi geoda.
-Así,
en el altarcillo.
Mi abuela me regaló esa geoda el día que cumplía dieciséis años.
Aquel
día me rechazó el chico del instituto por el que estaba colada, Paul Larkin, un
guaperas con escuditos en el jersey. Le había pasado una nota y él se
limitó a devolvérmela con un "NO" bien grande al dorso... Iba
rota por la calle, los ojos ciegos de lágrimas sin desbordar, cuando algo se me
posó en el hombro. Me limpié los ojos, me volví... Y vi un pajarillo, un
petirrojo. Se puso a cantar. Me quedé helada de asombro.
No
pudo durar mucho, pero era algo increíble y me había tocado a mí. Me
sentí (no os riais) como bendecida... No recuerdo el resto del camino a
casa, sólo una suave y algo desconcertante sensación de gracia endulzándome el
alma.
La
abuela tenía una amiga "hippie" que fabricaba collares y pulseras y
pingos de toda condición con cuero y piedras bonitas. Por lo visto, tenía
algunos cristales grandes para colocárselos a clientes con pasta y la abuela,
tras endilgarle la historia del petirrojo, le sacó un precio especial.
-Es
ya una mujer, no le voy a regalar calcetines - le espetó al soso de mi padre,
que aún me ponía tarjetas con gatitos y corazones.
(Eran
unas tarjetas muy cucas. Me encantaban esas tarjetas y los bombones y
esas ñoñerías).
El
regalo de la abuela (la geoda) era otra cosa, como ir a bajarse de un coche y
que te abran la puerta.
Años
después encontré un petirrojo de alambre y corcho, precioso, pintado por un
artista anónimo; con sus dos cuentas brillantes haciendo de ojos. Lo puse
encima de la geoda y ahí lleva el altarcillo un montón de años, velando por mi
menda.
Con
ellos en casa, no tengo miedo de nada.
Almorzamos en un tuguriete cercano donde hacen unos bocatas buenísimos por cuatro perras. Rematamos la faena con helados, no echemos algo en falta. Tres bolas en tarrina grande.
¿Dónde
se lo mete Jill?
No, borrad: mejor digo ¿cómo se lo coloca tan, tan bien?
Y,
¿hay un número al que llamar exclusivamente en caso de emergencia, Maromos En
Un Segundo o similar, cuando te empiezas a fijar en lo rica que está tu mejor
amiga?
Nos
damos una caminata culpable hasta Earning Street, a ver si fundimos los
helados. El 17 es un portal y. a su lado, se ve el escaparate de una floristería.
-Alucina,
Pam. Éste hace centros de mesa con flores mustias.
-No
saquemos conclusiones todavía. Adentro.
La
tipica sonaja de tubitos de latón, vegetación rebosando por todas partes.
Gente esperando. Algo de luz y aire, por suerte. Olor a una alergia
segura y a encargos de disculpa de novio infiel. Se oye el chorrillo de
una fuente de falsa piedra para dar ganas de hacer pis al cliente y que se deje
de zarandajas, las rosas de siempre están bien.
De
la trastienda sale un mozo bonachón. Nos echa un vistazo. Pasa el
rato, atiende aquí y allá. Al fin nos quedamos solos. "La Hora
de la Nada", musita Jill.
-Hola.
¿Qué desean?
-¿Benjamin
Least?
Él,
descolocado. Y Jill, dispuesta a darle color:
-La Secreta. Verá, llevamos días siguiendo el rastro a un cargamento de
amapola afgana que...
-Jill.
-Vaaaaale.
-Y al señor Least: -Perdona.
Al
florista se le ha bajado el color.
-Yo aquí no trato con nada de eso. Sólo
centros con flores silvestres y paquetitos de pétalos secos, flores sueltas
para ramos y plantas de interior...
-Por
favor, disculpe a mi amiga.
-...Y
la ocasional corona fúnebre; no es mi trabajo favorito, pero le echo cariño...
-En
serio, era broma -redondeo.
-Además, ahora mismo ando con mucho trabajo. Mi ayudante, Bill, se ha
despedido y...
-Déjelo
-le sugiere Jill.
Lo acabamos de arreglar. Y mi autor no sabe ya a cuál de las dos
mirar. No lo pierdas, lela.
-Señor
Least, en realidad estamos aquí por una obra que escribió usted. Me llamo
Pam Pecker, soy lectora de tanteo para Editors
From Alexandria.
-Lectora...
-musita él, quizá a punto de entender.
-Sí.
Leí anoche su novela, ADIVINA MI CUMPLEAÑOS. Y me encantó.
Least
tarda unos segundos en digerir esto.
-¿Me
está diciendo que Editors From Alexandria
quiere editar mi libro?
Jill
tuerce la cabeza y me mira de reojo. A ver cómo se lo cuentas, bonita.
-No,
lo siento, me temo que no...
-No
entiendo.
Esto
es estúpido. El largo subidón de
la lectura, las pocas horas de sueño y el trote de todo el día al fin me pasan
factura y me noto flojear. Sí, ¿y ahora, qué?
Pam
Pecker. Fatiga laboral, vida sin rumbo, Lanzarote del Lago rondando el
contenedor del reciclaje de papel. Dilo de una vez.
-Lo
descartaron. El ejemplar en papel lo pasaron por la trituradora...
-Oh
- y se le llenan los ojos de apuro.
-...Pero,
señor Least, es un buen libro. Me gustó. Me gustó muchísimo: tiene
posibilidades. Simplemente, no sigue la
moda. Aunque sea difícil encontrar un editor, puede hacerlo. Creo
que puede. –Mi voz se hace más firme.- Debe hacerlo.
Benjamin
Least parece hundido.
-No
lo entiendo. ¿Han venido a animarme...?
Un
fuego prende en mi pecho y me sube hasta la boca:
-No.
He venido a prometérselo, señor Least. Se publicará. Encontraremos el modo.
Por
un instante, le asoma una pizca de esperanza a los ojos:
-¿Usted
y yo...?
Y
ese fuego nos rodea como una boa de llamas.
-Sin duda.