Sí, es esa novela... 10 / ¿El nuevo Plan? Volver a casa...

 

Por una vez, hago como que no me importa la velocidad de caída del ascensor desde los despachos de Editors From Alexandria hasta la planta baja.  Ahora es mi cómplice.  Y será mejor no vomitar dentro del bolso.

    El portero de la torre sigue resolviendo sudokus con números imaginarios.  A su lado y colgando del alto techo, un móvil de conchas se agita con la brisa y campanillea una sucesión de notas cristalinas, las del estribillo de una vieja canción de amor.         

    Sigo el norte de la Rosa de los Vientos gigante dibujada en el suelo del hall con mármoles de nueve colores (tonos suaves, casi pastel: colores para gente elegante) y huyo puerta afuera mirando a la derecha en busca de un taxi.

    Segundos más tarde mi silueta se hunde en la tapicería del asiento de atrás de un cochazo negro, uno más sólido y chorreante de suficiencia que el corsé de una duquesa.   Llamo a Jill y le dejo un mensaje en susurros urgentes: "¡…Ven a casa en cuanto puedas!".  Ni cinco segundos después, me devuelve la llamada:

    -Estoy en camino.

    Bien.

    Fuera sigue lloviendo.  Fuera el mundo sigue cabizbajo y ajeno a la vida, hundido en un sueño de flores de loto; pero las ideas en mi cabeza bullen imaginando el futuro.  Veo las tiras juntándose, primero en desorden, luego revelando la forma aún borrosa de un nombre...

    Las gotas de agua caen como agujas acribillando la ciudad a mi alrededor.  A salvo, dentro  del taxi, siento una calma y una claridad mental antes desconocidas.  Siempre puedes deshacer el tapiz en secreto, chica.  Las primeras luces son turbias. 

      Y pienso en mi amiga: “Voy de camino: confía, cree en mí.”

     Salgo del taxi.  Jill espera en el portal.  Sólo la miro, no digo nada.  Tiro escaleras arriba y ella me sigue.  Al pasar por el 3º derrapo y reculo.  Toco el timbre de cierta puerta durante un rato.  Abre un tío sin afeitar con un partido de rugby detrás de los ojos.

    -¿Qué?

    Le dedico mi expresión más candorosa y seductora:

    -Hola.  ¿No tendrás un poco de azúcar?

   El tío se queda ahí unos momentos, desconcertado.  Jill se asoma detrás mío.  Al muchacho le croa algo sordo dentro y ofrece una muestra de aliento sin reciclar.

        -Voy a ver.

        -Vale.

        Jill me repasa de arriba a abajo, como preguntándose de qué va todo esto.

      El resacoso aparece con un azucarero que perteneció a un fantasma.  Nos lo enseña con un deje de chulería satisfecha.

      -Azúcar.

      -Genial -le pongo la mano en el hombro.  -Tómatelo.  Te hace mucha falta.

     Me doy la vuelta y sigo subiendo las escaleras.  Jill se echa a reír a carcajadas.  El tío se ha quedado ahí pasmado, incapaz de salir del laberinto dentro de su cabeza.

     -¿Para mí...? -le implora a Jill, inseguro.

     -Feliz día de San Juan.

    Mi llave canta en las entrañas de la cerradura.  Vacío el bolso sobre la mesita baja, Jill cierra.  Tiene esa expresión risueña que no le veo desde hace...

      No recuerdo cuánto.

      Dios.

      No más.

      Esa expresión, el anticipo de la diversión.  ¿Cómo se llamaba?  Ah, sí: ilusión. 

     Se ha sentado en mi sofá sin molestarse en sacudir las migas, sus piernas perfectas en sus vaqueros gastados, cómodos como un viejo amigo.  Revuelve cuidadosa con un solo dedo el revoltijo de tiras de papel, igual que una hoja arrastrada por el viento deja marcas en la orilla fangosa de un río.

     Y, por un instante, vuelven las visiones.

    Veo un abanderado ondeando la larga tira de tela de un estandarte en lo alto de una colina; frágil pero decidido, puntal de los restos de un rancio orgullo. 

     Veo una libélula en vuelo rozando la superficie lisa de un estanque. 

     Veo una cazuela de tallarines bien cocidos (“Exquisito, primo Luigi”).

    Recuerdo las fotos de Jill en un agujero, vestida de faena, con un pañuelo ciñéndole la frente y la brocha en la otra mano, apartando la tierra de un trozo de vasija rota en un yacimiento en Devonshire.  La vida chispeaba en sus ojos.

    -¿De qué va esto, Pam?

    Caigo de rodillas delante suyo.  Casi no me sale la voz.  Abro las manos ante la maraña de serpentinas.

    -Ayúdame a salvar mi alma.


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