Sí, es esa novela... 04 / Cremación.
Veréis, Jill es una experta en arte de la Antigua Mesopotamia. Pero, por alguna razón que se nos escapa a las dos, la sociedad en que vivimos no se muestra demasiado entusiasmada por los toros alados de piedra de dos toneladas. Ni por los frisos en blancos y azules de tíos con barbas caracoleadas haciendo fila para entrar en Ur.
Hay cuatro gatos afortunados que viven de ello trabajando en museos, en enciclopedias necesitadas de una puesta al día... Nada más. Cuatro gatos; persas de concurso, el trato exquisito y la atención esmerada, casi invisibles detrás de sus curriculi casi infinitos, llenos de entradas solemnes como medallas al valor.
Cuatro.
Y
no hay para nadie más. Nulo altro currelo. Miau.
Así
que Jill trabaja como acomodadora en las Multisalas Bamfley.
Es
la prueba viviente de que con un título universitario puedes ir a cualquier
parte: a ciudades norteafricanas tomadas por una reata de europeos en guerra, a
pescar el pez más grande posible, a espirales de estrellas cuya luz nos llega
caducada... Vamos, al cine.
Los
templarios de Jill son otros. Críos embadurnados de harina con los ojos a
la funerala y cadáveres inquietos, mayormente. Los orientales nos
trajeron la moda de sus pelis de fantasmas y occidente replicó desempolvando
sus zombis y horrores de siempre.
Imagina
años de ver hachazos, de oír gritos y diálogos dementes cargados de mala baba y
música rarita de esa que crispa los nervios...
(Y
el público. ¿Has trabajado alguna vez de cara al Gran Público?)
Sus
efectos sobre la sensibilísima alma de Jill...
Entre
los restos de Jill queda una chispa de dignidad ofendida. Esa chispa
irreductible que le hace afanar los carteles y los dioramas grandes de cartón el
día después del estreno y llevarlos a la funeraria donde se deja los días su
primo Upton.
En
efecto, queridos: la palabra es venganza.
Y,
para conseguirla, chantaje.
Jill
sabe algún sórdido secreto acerca de Upton. Nunca ha llegado a decirme
qué y os aseguro que no pienso preguntar.
Y
el primo siempre mete aquellos posters inútiles y las figuras de baratillo en
el horno de cremación y los incinera sin chistar, mientras Jill los mira arder
entre sorbos a su petaca de ginebra. La que se compró con su primer
sueldo.
Una
vez más, Upton palidece al vernos entrar. Sale como las balas, le
arrebata a la prima infernal el lío de saco de plástico y cartonajes y pone en
marcha todo el tinglado.
El
fuego se refleja en los ojos de Jill, en el canto suave de la petaca metálica.
La ceremonia es rápida y nos vamos como venimos, sin saludar.
Cuando
se queda solo, Upton se enjuaga el sudor con su pañuelo de lino de subdirector
de la funeraria, uno con las iniciales bordadas. Y vuelve a palear
cenizas y a quitarle el polvo a las urnas, aliviado hasta la próxima…
¿Qué? Ya os lo he dicho, leo manuscritos. Mi imaginación va sola. Y es lo lógico, ¿no?
Vagamos
un rato largo por ahí. Acabamos a la orilla del Támesis, delante de
Scotland Yard y junto al monumento del esfuerzo durante la guerra.
Miramos
el Ojo sin vida enfrente nuestro, a merced de las gaviotas.
Y
entonces Jill lo suelta:
-Tanto
para hacernos esto nosotros mismos.
Un
silencio. Y sigue:
-Tiene
que haber algo más...
Cabeceo,
triste. Pobre.
-Vete
a casa, Jill.
Se
vuelve con el ceño fruncido.
-Va
en serio, Pam.
-Vale.
Lo pensaremos mañana. Vete y duerme. Y luego...
Me
arrepiento y me callo, pero lo ha entendido.
-Y
luego, a "enganchar" en el trabajo. -Suspira.- Hasta
mañana, chica.
-Adiós.
Ahora,
sin querer, hay una distancia entre nosotras.
Me
quedo allí un rato. Estoy temblando y no sé por qué.
Subo
a Trafalgar Square. Pillo un bus. La ciudad pasa de largo, sin nada
más que prisas y la luz apagada de un mediodía nublado. Sentada delante
de mí, una africana vestida con colores vivos acuna un bebé con una canción
bajita y tan dulce…
Cuando
llego a casa, hay un sobre grande en el buzón.