Sí, es esa novela... 02 / Cómo descubrí para el mundo aquel "best seller".

 

Y la culpa es mía...

    Sí, fui yo.  Yo la que se leyó de cabo a rabo el manuscrito original de “Sabios de Oriente”, el mayor bombazo editorial que se recuerda.

    Impresiona, ¿verdad?

    Me llegó a casa la misma tarde de calor en que mandé a paseo a mi novio Rudy: un imbécil que incluso metido a martillazos dentro de una ostra y dejando pasar el tiempo, en vez de acabar rodeado de nácar aparecería rodeado de una montaña de calzoncillos usados (y la factura del psicólogo de la ostra).

    El cielo sobre el barrio se había ido cerrando en un concurso vertiginoso de nubarrones grises, a cual más  oscuro y pesado que su vecino.  Las moscas, desesperadas, habían huido a las inmediaciones de la heladería de los hermanos Costi, ávidas del frescor de los goterones de vainilla y cinco chocolates que los clientes más torpes dejaban caer sobre la acera al salir. 

    Se oyó un trueno de atrezzo.  Rasgué el sobre...

    “Sabios de Oriente” no era más que un paquete de hojas trotadas a punto de rendirse.  Tuvo suerte y me pilló en buen momento: tirada a lo Cleopatra en el sofá, aún chorreando adrenalina por el subidón del “Ahí te pudras” telefónico (para Rudy) y con una bolsita de muffins recién hechos (de pasas y mermelada de pera, ¡riquísimos!) al alcance de la mano.

    ¡...Migas por el escote y entre los cojines!  Oleada de sabor a frutas maduras, éxtasis fugaz; ¡oh, bizcocho húmedo y espeso!  ¡Avalancha de azúcares buscando casa!  La tela de mis vaqueros exhaló el enésimo crujido de aviso, pero lo acallé con ese pensamiento engañoso que usa una siempre: “¡Qué prietas me noto las caderas! ¡Y los muslos…!”

    Me enganchó en seguida.  El libro, quiero decir. 

   Me entusiasmé con sus capítulos de cuatro páginas siempre acabados en “cliffhanger”, con sus “¡Santo Tigris!”, con su estilo pasado de vueltas...

    “Sabios de Oriente” me duró hasta las cuatro y diez de la madrugada, colirio de ojos incluido.  De un tirón, como lo muy bueno y lo mejor.

    Era un trabajo resultón a más no poder y olía a...  No, no sólo a epifanía... Olía a...  Vamos, ¡todos juntos!

         SU. 

         PER. 

         VEN. 

         TAS.

    Así que lo aupé con una nota de recomendación y  signos de admiración en rojo (eh, sólo hice mi trabajo). 

    Zas.

    Se editó y reeditó hasta dar grima: once, doce, trece veces, toma y sigue...

      Las compañías papeleras se las vieron en figurillas para abastecer a las imprentas.  En los últimos bosques del mundo, los árboles aullaron al sentir el beso de las motosierras.  

    Cientos de militantes ecologistas empezaron huelgas de hambre y se encadenaron a verjas, a obeliscos, a palos de la bandera.  A plazas de parking para limusinas y a actrices de moda.  Los niños de las escuelas salieron de excursión a plantar pinos…

    No sirvió de nada.  Quince ediciones, dieciséis...

    Pfff.  Bueno, ya sabéis lo que vino después: reseñas a montones en las noticias de las nueve.  Todas con locutor desconcertado de serie.  “¡El artículo más vendido del mes pasado fue un libro!”

      Y, aaaah juajuajuajua juaaaaa....

      ¡El circo de las giras!

     Entrevistas en todos los canales con el acertado escriba, Mike Miles DeMoors.  Tuvieron sus momentos...

 

Estrella de la Telebasura

(tras doce agónicos minutos de programa):

¿Puede decirnos algo en amárico?

 

Señor DeMoors

(en amárico macarrónico

y luciendo su mejor sonrisa):

Váyase a abrazar puercoespines.

 

El público mira encenderse el cartelito rojo

y rompe en un delirio de aplausos,

voces animales y chiflidos varios.

           

    Vi a DeMoors en un par de sesiones de firmas.  Mph. No, espera.  A él, poco.  Quizá una cocorota inclinada sobre un escritorio de circunstancias...  Mi imaginación, más que nada.

    Pero…

    Vi las fotos promocionales detrás suyo, el gesto relajado y seguro: varios metros cuadrados de pixelado fino en blanco, negro y gris. 

        Vi los guardaespaldas como percherones en un día de feria.   

        Y lo peor: vi las filas de los lectores, cada uno cargando su ejemplar manido…  Filas de las de Despacho de Pan en la antigua Unión Soviética, de “Aquí lo apuntamos a Vd. a los viajes en autobús de los Servicios Sociales para la Tercera Edad, bocata no incluido”.

         Uf.

    Acabé saliendo en la portada de La Bomba de Papel, ese pedazo de revista sobre libros…  Bueno, ejem: salieron mis gafas y mi flequillo, apenas una mancha borrosa entre el hombro del nuevo protegido de Calíope (DeMoors, por si no estabais prestando atención) y la blusa de mi señora jefa.  Sí, mi jefa era la del rictus de tiburón en aguas rojas.  Lo sé, a mí también me dio repeluco.

       La Bomba de Papel, nada menos.  La mitad de sus críticos son populacheros, amigotes de la chusma de sueldo ralo e hipoteca de Damocles.  Hay que sostener las tiradas...  La otra mitad se lavan los calcetines en leche de okapi y deben acreditar haber sido empalados con una escoba por un conde transilvano antes de que se les permita escribir una simple reseña:

    "...El discurso hermético y abisal de Pompisa Ruff bordea la genialidad.  Una mártir de Mann.  Una fuente del eterno desconcierto...  ¡Que sabe a crema de puerros tibia!”.

    Pues fíjate tú, en aquel momento me hizo ilusión.

    Llamé a mi amiga Jill y quedamos en mi apartamento, toda la tarde delante de la caja tonta.  Le pasé la portada por el morro (con ayuda de una lupa y moviola de la pose), ella me llamó de todo menos “divina” y de ahí, al bar de abajo.  ¡A brindar por el éxito, una y otra vez! 

    Y un par de horas más tarde, nos fuimos a piropear futbolistas a la salida del Estadio de Wembley.  Llovía.  Y, maldición, ese día no había partido.  Ni siquiera entrenamiento...

    A las dos semanas de aquello, nuevo golpe de mano en las hojas satinadas: de La Bomba de Papel pasamos a The Malaysian Captain, el suplemento literario de los jueves del diario La Nueva Luz.  “¿Sabes lo que ha escrito Mike Miles DeMoors?” 

    (Sugerencia mía, lo creáis o no).

    Toma Jeroma, millón y medio de lectores potenciales para un anuncio camuflado de reportaje.

      Y sí, funcionó. 

    Fui, mmm, no, no recompensada... Adulada, más bien, con un sobre de gratificación.  Cinco billetes de un color agradable y una tarjeta de cortesía.

      La vida rebosaba caramelos.

      Y qué queréis que os diga.  Pues no.

       No lo vi venir...

      La gravedad de aquel agujero negro comenzó a tirar del universo editorial,  que se puso a gritar como un loco “¡No, eso no!  Ni romance ni western ni detectives ni marcianos…  ¡Dadme ficción histórica!  ¡Con un giro de misterio!”

      Al olor del fluir del dinero surgieron a cientos las obritas de conveniencia: las que calcan los temas y los formatos pero no pueden replicar el alma.  Espera.  ¿A cientos, he dicho?  A miles.

       Hasta dejarlo todo vacío y oscuro. 

       Justo.  El alma no es clonable, amigos.

       Y había condenado la mía al infierno.


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